El blog de
Javier García Aranda

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y a sus descendientes.

Aviso a navegantes

Las colas del hambre son la muestra del fracaso de nuestra forma de vida.

Si a lo que hacen ordenadores le llamamos Inteligencia Artificial, ¿deberíamos volver a llamarlos "cerebros electrónicos" o lo que tenemos es un cierto lío con la inteligencia de los cerebros?

En el trabajo a tiempo parcial de las mujeres están algunas claves importantes de la sociedad de nuestro tiempo.

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¿Quién es Javier García Aranda?

No creo que la lectura de un necesariamente sucinto y poco matizado currículum vitae proporcione una descripción interesante del devenir de una persona por la vida. Al menos en mi caso no me siento identificado con un retrato exprés que diga que nací en 1953, que soy licenciado en Ciencias Físicas (y eterno estudiante de Ciencias Sociales), y que he sido profesor de matemáticas y física, sindicalista en los años de la transición y, durante décadas, técnico de deportes en la administración pública. Así que, si realmente quieres saber algo sobre mí, te sugiero que leas Breve historia de la vida pública de jga y ¿Quién ha dicho que siete años no son nada?

Últimos textos publicados

Las colas del hambremayo 2023

Cada domingo leo la columna EL OFICIO DE VIVIR que escribe Juan Aguirre en EL DIARIO VASCO. En una de las últimas, que titula Las recetas del hambre en referencia al libro recientemente publicado por los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano, recuerda a sus lectores/as guipuzcoanos/as que también “en este privilegiado enclave de la alta gastronomía” es necesario realizar campañas de recogida de alimentos, porque “hay personas que no tienen la nutrición asegurada”. Y acto seguido lanza un aviso a navegantes a quienes, por el momento, no tenemos graves problemas para proveernos con el condumio nuestro de cada día: “Ni mera fatalidad ni envés inevitable de la prosperidad: el hambre, jinete negro del Apocalipsis, es el mayor escándalo ético del mundo global”. No puedo estar más de acuerdo.


Más allá de los datos estadísticos proporcionados por instancias oficiales o por entidades asistenciales, las colas del hambre son una realidad que tiene lugar cotidianamente y, casi siempre, en plena vía pública. Y, más allá de explicaciones fatalistas, son un indicador del alto grado de incapacidad de las administraciones públicas para ayudar de forma eficaz a las personas en exclusión social o en riesgo de estarlo. Se puede pensar que no son todos/as los/as que están, alegando que la picaresca no tiene límites y que hay personas que no necesitan que se les regalen esos alimentos, pero lo más probable es que no estén todos/as los/as que son, ya que hay muchas personas incapaces de soportar el estigma que conlleva ir a hacer cola para recibir comida.

Entre quienes hacen cola, hay personas en paro y otras que tienen empleos precarios o en la economía sumergida; muchas de ellas son inmigrantes y otras no lo son. En cualquier caso, en este mundo global al que Juan Aguirre hace referencia en su crónica, las colas del hambre ponen en evidencia la existencia, aquí y ahora, de un mercado de trabajo deshumanizado, así como el fracaso del Estado para evitarlo y del estado de bienestar para, cuando menos, paliar sus consecuencias.

Hay quien sostiene que, aunque estén en paro o tengan empleos precarios, las personas siguen siendo agentes socialmente activos con capacidad para hacer frente a la situación. Pero, en el caso de quienes acuden a las colas del hambre, la cuestión es si la decisión de afrontar el estigma que supone acudir a recibir comida puede interpretarse como una actitud proactiva o si, por el contrario, es solo un mecanismo de subsistencia, que no solo no conlleva la superación del impacto psíquico y social causado por no tener ingresos suficientes, sino que añade un nuevo componente a la sensación de derrota en la lucha por la vida, apenas paliado por poder comer y/o dar de comer a la familia.

Probablemente el itinerario que ha llevado a cada persona a las colas del hambre determine si la persona está en una u otra situación: quizás puede ser un recurso que implique capacidad de reacción ante el infortunio en el caso de personas inmigrantes que han salido de sus países huyendo de conflictos bélicos o de situaciones de carencia extrema, pero es seguro que solo es un nuevo hito en su frustración para aquellas que provienen de un estatus socioeconómico relativamente desahogado, que son muchas más de las que nos imaginamos. En todo caso, no cabe duda que, más allá del impacto sobre la autoestima, la peor de las consecuencias de no tener un empleo o tener un empleo precario es no tener ingresos suficientes y que la más relevante de las causas evitables de los problemas de salud psicológica y social es la pobreza.

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