Sucedió en una de mis habituales visitas al Eroski de mi barrio para hacer la compra. Una vez recolectados los productos que necesitaba, me dirigí a la zona de las cajas y me coloqué en una de las colas. La cajera estaba atendiendo a una señora que, al parecer, no había pesado alguno de los productos, lo que obligó a la empleada a ir a pesarlo. Mientras tanto, la siguiente clienta acabó de colocar sus productos en la cinta. El siguiente era yo. Y detrás de mí había otra señora esperando su turno.
Cuando la cajera volvió a su puesto de trabajo, anunció en voz alta que la caja estaba cerrada. Lo dijo como si la cosa no tuviera nada que ver con quienes estábamos en la cola. Le respondí, educadamente, que llevábamos un rato esperando y que no tenía lógica que diera por cerrada la caja sin atendernos. Sin dignarse a dirigirme la mirada, respondió que solo iba a atender a la señora que tenía la compra depositada en la cinta, y a nadie más. La señora que estaba detrás de mí abandonó la cola y se fue en busca de otra. Yo tomé la decisión de que no me iba a marchar sin pedir explicaciones.
Con consciencia de que aquello amenazaba tormenta, me dirigí por segunda vez a la cajera, también de forma educada, para decirle que no era razonable que no me atendiera (en aquel momento era el único que estaba esperando), ya que cuando había llegado a la cola la caja estaba abierta. De nuevo sin mirarme, respondió que lo sentía, pero que a ella le habían ordenado que cerrara la caja de inmediato. En ese momento, dispuesto a llegar hasta el final de la cadena de mando del Eroski, le respondí que respetaba que ella tuviera que cumplir lo que le ordenaban, pero que, por favor, me dijera quién le había dado la orden, para poder hablar con esa persona y exponerle mi queja.
Mientras se lo pensaba, la cajera iba completando los trámites de la compra de la señora que estaban delante de mí en la cola. Y seguía sin mirarme cuando dijo, como si de un aviso a navegantes se tratara, que su superiora estaba ocupada. Y añadió, por supuesto sin mirarme, que ya me iba a atender. Mientras tanto, se habían añadido a la cola varias personas sin que la cajera, probablemente enfrascada mentalmente en la conversación que, sin mirarme, mantenía conmigo, les hubiera advertido que la caja estaba cerrada.
En ese momento, mientras quienes hacían cola detrás de mí empezaban a poner cara de no entender nada, llegó la llamada salvadora. Sonó el teléfono de la cajera, esta lo cogió, escuchó apenas un par de segundos, colgó, miró a los que estaban detrás de mí en la cola y les dijo que la caja volvía a estar abierta. Estaba claro que la que había llamado era la superiora de la cajera, y tuve la percepción extrasensorial de que estaba al tanto de la polémica. Pagué mi compra y, sin lograr que la cajera me mirara, abandoné el escenario. Lo hice con cierta decepción, porque había decidido que era el día adecuado para haberle dicho a su superiora lo que pienso sobre el funcionamiento de su negociado.
El siguiente día que fui a hacer la compra, mientras recorría las cajas sopesando la mejor opción, me sorprendió que, aunque no había más personas esperando que en otras ocasiones, casi todas las cajas estaban abiertas. Y mi sorpresa fue en aumento cuando oí a mis espaldas una voz femenina que decía: Jauna! (que, por si alguien no lo sabe, en euskara significa “¡señor!”). Quien lo decía era una cajera, mientras me hacía señas con la mano para indicarme que me acercara a su caja, en la que no había nadie esperando. No solo no tuve que hacer cola, sino que la cajera me miró, y hasta me sonrió. Tuve la sensación de que el Eroski de mi barrio estaba pagando su karma.