En el instituto no hacía falta estudiar demasiado, bastaba con estar atento en clase y cumplir las reglas del juego. Pero la directora, que era amiga de mi ama, ya se lo advirtió: “su hijo es un firme cumplidor de la ley del mínimo esfuerzo”. Cuando se lo contó a mi aita, este lo interpreto a su manera: “O sea que es un vago”. Pero ambos estaban empeñados en que tanto mi hermana como yo fuéramos a la universidad. En realidad lo mío era dibujar: se me daba bien y no me exigía ningún esfuerzo. Así que la elección acabó siendo sencilla: Bellas Artes. Lo que, por cierto, me permitió vivir fuera de casa y tener siempre la excusa ideal para apuntarme a cualquier actividad o viaje asociado a cualquier cosa que alguien llamara cultura. En uno de aquellos divertimentos conocí a Jone.
No sé si por su ilimitado interés por aprender sobre cualquier cosa o por la admiración que me produjo su inquebrantable vocación por ser pastelera -sí, pastelera, de las que hacen pasteles-, el caso es que enseguida nos hicimos amigos del alma, pero sin llegar nunca a intimar más allá, o más acá, de lo metafísico. Y así hasta ahora. Lo más cerca que estuvimos de que algo ocurriera fue una de las veces que fuimos a ver estrellas fugaces. Aunque las Perseidas son veraniegas, en el monte hacía un poco de fresco, así que nos metimos los dos en mi saco de dormir. Creo que la culpa la tuvo el maldito olor que tiene el saco: huele como a pies de recluta en pleno clímax hormonal. A mi no me huelen ni aunque me recorra el desierto sin cambiarme de calcetines. La culpa es de mi sobrino, el pequeño de mi hermana. Un día que fuimos de excursión echó la pota en mi coche. Mi hermana, que ya conoce a su vástago, como precaución puso el saco en el asiento, y allí fueron a parar todas las porquerías que se había comido el interfecto. Da igual cuántas veces lo laves: no hay forma de que el tufo lo abandone. Los mismo le pasa al asiento del coche que también acabó siendo víctima del suceso. Yo ya estoy acostumbrado, pero debo reconocer que, en cuanto entras, te azota un hedor como a requesón caducado. En fin, que entre el olor y el para qué vamos a estropear nuestra bonita amistad, todo quedó en unas cosquillas y unas risas.
En realidad ella es como mi refugió del guerrero. Porque siempre he estado metido en escaramuzas. Pero lo mío nunca ha sido seducir, sino ser seducido. Me he especializado en, como me dijo una vez una de mis conquistadoras, ser un tipo cómodo, que no pide más de lo que le dan ni da más que lo que le piden. De joven todavía estaba abierto a singladuras más románticas, pero eran trabajosas y arriesgadas. Después llegó el tiempo de la tienda de arreglo de zapatos o cómo se quiera llamar al chiringuito que me ofrecieron montar mis padres cuando nos pusimos de acuerdo en que con las Bellas Artes y mi actitud ante el esfuerzo poco había que hacer. Al principio, ellos pagaban la renta. Después, cuando algunas herencias familiares de las que fui partícipe me permitieron comprar un par de minúsculos apartamentos -uno para vivir y otro para alquilar-, conseguí, por fin y para liberación de mis progenitores, hacerme cargo de mi vida. En realidad lo de arreglar zapatos nunca ha sido mi fuerte; el negocio está más en la venta de betunes, complementos y accesorios varios, y algunos zapatos “exclusivos” que encantan a las señoras del barrio. Lo de los arreglos lo tengo subcontratado a un remendón que vive en el portal de al lado de la galería. Tiene una minusvalía y trabaja en su casa: ¡él sí que es un artista arreglando zapatos! Lo mío sigue siendo dibujar. Lo más cercano a los zapatos que hago es dibujar pies. Y no saben cómo les gusta a las señoras que les diga que sus pies merecen ser dibujados. Jone dice que soy un fetichista. En realidad, es un pasatiempo; aunque, también, un reclamo perfecto para ser seducido. Siempre discretamente, por supuesto.
La que hace unos meses me dejo desconcertado fue la dueña de la galería. Un auténtica víbora, con bien ganada fama de ser una borde de máximo nivel. Trata a todos los que tienen alquilado alguno de sus locales como si les estuviera haciendo un favor y siempre le debieran algo. Bueno, a todos menos a mí. Al principio me resultó sospechoso y me puse en guardia: ¡líbrenme los dioses del Olimpo de llegar a conocer bíblicamente a semejante señora! Luego, cuando me presentó a su hermana y me vendió el artículo, empecé a darme cuenta de que su objetivo era otro. Y cuando la conocí un poco más a fondo -a la hermana, que al menos está de buen ver-, me percaté de que lo que la susodicha quería era colocarla con alguien de confianza, para que la mantenga a buen recaudo y cuide de que no que se meta en demasiados líos. Porque la hermanita es pija y malcriada hasta decir basta. La verdad es que, excepto para alguna alegría de vez en cuando, tampoco es que lo nuestro dé para mucho más. Aunque ahora se ha empeñado en hacer público “lo nuestro”. No me cabe duda de que detrás está su hermanísima, que es la que maneja el cotarro. Pero el asunto me tiene un poco agobiado, porque yo nunca me he visto de “novio oficial”, de los que se casan, y menos con ella. Además, me lo sigo pasando muy bien con Jone, que sigue empeñada, esta vez parece que muy en serio, en montar una pastelería. Aunque también es verdad que, como ella, me voy haciendo mayor y siento que este tiempo está a punto de acabarse. Por eso, hay días en que, cuando me meto en mi cama -solo, por supuesto-, empiezo a darle vueltas a qué hacer con el resto de mi vida, y acabo siempre planteándome la misma pregunta: ¿y ahora qué, Carlos?