Cuando se asiste a una mesa redonda organizada por un Colegio de Arquitectos que se celebra en una Escuela de Arquitectura, se espera que el contenido sea interesante y, por supuesto, que el evento esté revestido de cierto aire de solemnidad. Sobre todo si el tema a debate es una delicada operación urbanística, relevante para el conjunto de la ciudad de Donostia y, en particular, para los barrios a los que directamente afecta (uno de ellos, Amara Berri, el barrio en el que vivo). Sin embargo, como ocurre tantas veces en este tipo de actos, uno puede marcharse decepcionado tras escuchar las exposiciones de las personas supuestamente expertas. Lo que no espera es quedarse estupefacto a priori, cuando el moderador explica al público asistente como van a hacerse cumplir las reglas a quienes deseen participar en el debate.
El grupo de asistentes está conformado por unas pocas decenas de personas de edades diversas: desde algunas con aspecto de formar parte del alumnado del centro hasta otras bien entradas en la tercera edad. El ambiente previo al comienzo de la sesión es el que se espera de gente ilustrada y seria, que va a dedicar unas horas a escuchar las exposiciones de personas expertas sobre un asunto complejo, a hacer preguntas sobre aquellos aspectos que no queden suficientemente claros o, en su caso, a discrepar educada y respetuosamente.
Llama la atención que la primera ponente inicie su intervención advirtiendo no tener ni idea del asunto sobre el que trata la mesa redonda y que su propósito es contar lo que pasa en la ciudad en la que trabaja y, de paso, aprovechar la ocasión para invitar a los arquitectos y las arquitectas presentes a participar en un concurso de ideas que tienen previsto convocar. No es menor la sorpresa que produce que el segundo ponente, que, al parecer, conoce bien la ciudad, anuncie que no le ha dado tiempo a prepararse el tema, pero que va a aportar lo mejor de su cosecha. El resultado es un bonito paseo por la historia, que ha llevado a imaginar lleno de vegetación y láminas de agua el futuro del paraje en cuestión, ahora repleto de vías de ferrocarril. Sin embargo, su visión idílica no le ha impedido intervenir posteriormente para hacer una proclama a favor de que, dado que parece irremediable que aquello se llene de casas, estas se empiecen a construir de inmediato, sin más burocracia previa que el incierto deseo de resolver (sic) el problema de la vivienda en la ciudad.
Estos detalles sobre el desarrollo de las ponencias, que obviamente constituyen la parte central de un evento de esta índole, no empañan la seriedad y ni el lujo de detalles con la que previamente ha sido presentada la mesa redonda por el moderador. Este, profesor de la escuela, se ha atenido a los cánones más tradicionales para exponer el objeto de la sesión, dar las gracias a todos los colaboradores institucionales y presentar a los ya mencionados ponentes. La sorpresa ha surgido al final de la, quizás, demasiado prolija charla, cuando ha explicado cómo debíamos conducirnos las y los asistentes que decidiéramos intervenir en el debate.
El interfecto nos ha conminado a que las intervenciones no se alarguen más allá de un tiempo razonable que, con bastante generosidad, ha cifrado en un máximo de cinco minutos. Y nos ha avisado de que quien sobrepase ese límite será advertido de ello y, seguidamente, ha dejado claro que, si tras la advertencia la persona interviniente persistiera en el uso de la palabra, sería privado de ella de forma contundente. La diatriba ha sonado un poco radical, pero lo más curioso es que, para rematar su aviso a navegantes, ha anunciado que el instrumento para señalar el límite de los cinco minutos sería una tarjeta amarilla, y que para ser privado de la palabra de forma definitiva se usaría la tarjeta roja. Y para que, llegado el caso, no hubiera lugar a confusiones, ha mostrado las susodichas tarjetas. (No se si era un mensaje subliminal, pero eran bastante más grandes que las futboleras.)
La forma en que se ha conducido el moderador al explicar el uso de las tarjetas no ha dejado lugar a dudas: aquello iba en serio. Y, en efecto, así ha sido. Cuando el debate estaba finalizando, una de las personas que ha hecho uso de la palabra, al parecer, se ha atrevido a sobrepasar el límite de tiempo permitido. Solo he visto, atónito, cuando la encargada de sancionar la grave infracción le ha sacado la tarjeta roja; no he llegado a ver la amarilla previa, pero apuesto a que también se la han mostrado. La mesa redonda no nos ha aportado gran cosa a quienes nos hemos acercado con la esperanza de recibir un poco de iluminación. Pero lo de las tarjetas me ha impactado profundamente. Reconozco que me está costando asimilar los nuevos usos académicos.