Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Envidia santadiciembre 2019

Acababa de cumplir 14 años. Era el año de la reválida de cuarto, un examen oficial que se hacía al acabar los cuatro cursos del bachillerato elemental (luego, se estudiaba el bachillerato superior; otros dos cursos con su correspondiente reválida). Acababa de recoger las notas en las oficinas -por llamarlas de alguna manera- del colegio del que era alumno, el Sagrado Corazón-Mundaiz. Mi calificación final había sido buena; probablemente estaba entre las mejores de los alumnos del curso (éramos unos 125, repartidos en tres grupos).

No era casualidad que anduviera por allí el hermano Ramón (así era conocido en el colegio, aunque probablemente su nombre real sería otro), el religioso que había sido encargado de mi aula -el tutor, en terminología actual-. Era un tipo joven, apuesto, serio y competente. Durante el curso había tenido con él una relación cordial, lo cual no había sido óbice para que cosechara una tanda de cuatro bofetadas un día aciago en el que debí acabar con su paciencia (el recurso era habitual en la época).

El Ramón se dirigió a mí, con media sonrisa, para decirme que mi nota podía haber sido mejor. Era algo que ya sabía, aunque debo confesar que no me gustó nada que me lo dijera. Me encogí de hombros. No se dio por satisfecho. Con la clara intención de picarme, subrayó, con cierto retintín, que algunos otros habían obtenido mejores calificaciones. Lo sospechaba; el comentario tampoco me hizo gracia. Me volví a encoger de hombros. Y, ante lo que debió considerar cierta indolencia por mi parte, con bastante sorna, me preguntó: “¿No te da envidia?”.

Llegados hasta allí, consideré que era el momento de hacer uso de mis conocimientos en la materia: había sido educado en el más genuino nacionalcatolicismo y me sabía bien el catecismo. Con el descaro de quien ya se sentía en periodo vacacional, le respondí: “No, hermano; la envidia es pecado”. Probablemente con ganas de repetir la secuencia de las bofetadas, el Ramón me miró y, sin perder la sonrisa, me dio una escueta y sabrosa lección de cómo se las gasta(ba) la dialéctica católica. Revestido con la autoridad que en aquel tiempo confería la sotana reglamentaria, me espetó una novedosa interpretación de lo que hasta entonces sólo había sido un pecado capital (sic): Envidia santa! ¡Envidia santa!”.

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