Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Jugando entre los apóstolesnoviembre 2015

El programa turístico que cada año repetían la Tía Lola y el Tío Pantxa era pasar unos días en Arantzazu. Ella era un ama de casa a la antigua usanza; él, un trabajador manual al que, en aquellos tiempos, se podía considerar cualificado (se encargaba de elaborar los productos de la empresa CALBER: colonias, polvos de talco, bálsamo...).

La pareja no tenía descendencia ni estuvo nunca afectada por el síndrome del Tío Gilito, por lo que, además de ocuparse de ir tapando discretamente los déficits de la economía de subsistencia de buena parte de la familia, se llevaban a alguno de sus sobrinos a compartir su periplo vacacional. El primero fue mi hermano mayor Luís Ángel, que luego me pasó el testigo.

Es así como, en los años 60, década en la que pasé de niño a adolescente, la estancia de una semana de finales de julio en Arantzazu se convirtió en el solitario evento viajero de mis vacaciones estivales. Nos alojábamos en lo que se conocía como Hospedería de los Frailes (ubicada en lo que ahora es el Hotel Santuario de Arantzazu) y pasábamos los días entre excursiones por los alrededores -subir a Urbía era obligatorio- y largas sesiones en unos frontones ya desaparecidos. Cuando debido a la niebla o la lluvia los parajes naturales no se mostraban demasiado acogedores, la alternativa era caminar por la carretera que sube desde Oñati.

Y allí estaban. Inmensos bloques que medían tres metros y pesaban cinco toneladas. Repartidos en grupos al borde de la carretera, en los pocos espacios que quedaban entre la calzada y el borde del barranco. A unos pocos cientos de metros de su destino final. Eran los Apóstoles de Oteiza. Recuerdo que unos estaban tallados -no se si parcial o totalmente- y que otros estaban intactos. Y no recuerdo si estaban los dieciséis que, entre Apóstoles y Piedad, están ahora colocados en la fachada.

En aquellos años no era fácil tener información fiable sobre qué hacían allí aquellas esculturas y bloques de piedra. Además, aunque es probable que mis tíos no conocieran al detalle el asunto, cabe la posibilidad de que tuvieran cierta información pero que no quisieran hacer comentarios en público, y menos delante de criaturas que luego pudieran meter la pata.

En síntesis, lo que ocurría era que en 1955 la jerarquía de la Iglesia Católica, escandalizada por el proyecto de los Apóstoles de Oteiza decidió su paralización definitiva (sic). Con el paso de los años, los argumentos utilizados por la jerarquía para rechazar aquel proyecto parecen sacados de un manual de radicales político-religiosos de la peor especie (que, en mi opinión, es lo que eran).

Al parecer, uno de los motivos de escándalo coincide con una pregunta habitual de quienes visitan Arantzazu por primera vez: ¿por qué los apóstoles son catorce y no doce? En primera instancia, la respuesta suele ser la que se atribuye al propio Oteiza cuando la pregunta le fue formulada por Jaime Font y Andreu, obispo de San Sebastián en los oscuros años 50: los apóstoles son catorce porque no había sitio para más. No obstante, hay explicaciones más elaboradas, incluida la formulada por el propio Oteiza (aunque el oriotarra no tenía un verbo fácil de entender).

Y como el veto político-eclesiástico a la obra de Oteiza no se levantó hasta 1966, las esculturas o su materia prima estuvieron una ristra de años tirados al borde de la carretera, mientras los anclajes de las esculturas se iban oxidando en la fachada del templo.

Durante aquellos años, en los paseos que dábamos por la carretera era frecuente que, cuando la Tía Lola estaba despistada, una de las diversiones fuera subirse por las esculturas y utilizarlas como escondite o para hacer el ganso. Por ello, cada vez que voy a Arantzazu y veo las esculturas (que se colocaron en 1968 y 1969), pienso que, a buen seguro, más de una lleva alguna pequeña muesca fruto de los ratos pasados jugando entre los Apóstoles. Seguro que a Oteiza lo que le molestó no fue nuestra infantil aportación a su obra.

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