Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Noche de urgenciasdiciembre 2016

Solemos presumir de que la sanidad pública vasca es la mejor del mundo. Y probablemente sea verdad. Lo cual no obsta para que, algunas veces, los acontecimientos que se producen en sus dependencias produzcan cierto sonrojo. Si no fuera porque cuando hay que ir por allí uno no está para bromas -particularmente si el destino es el servicio de urgencias-, sería recomendable tomárselo con cierta dosis de humor. Y, en todo caso, es obligado afrontarlo con mucha paciencia.

Uno llega a urgencias, se identifica, explica someramente por qué está malito y de inmediato le indican dónde tiene que esperar para iniciar su itinerario. Para que la gente esté informada, hay un letrero con el nombre de esta primera estación: triaje (que según la RAE, es la acción y efecto de escoger, separar, entresacar). La palabra me resulta conocida por los traials en que son seleccionados los atletas que representan a USA en los campeonatos internacionales y también porque los que hemos trabajado en la basura sabemos que una planta de triaje es donde se separa lo que realmente va a ser reciclado de lo que no. Sin embargo, una breve y, obviamente, acientífica encuesta hecha a nuestro alrededor basta para comprobar lo poco sugerente que es el término triaje para la inmensa mayoría de quienes acuden a urgencias.

En mi caso, fui escogido para que me hicieran una radiografía. Para guiarnos en el recorrido hasta la sala de espera nos tocó en suerte el celador-filósofo, que disertó acerca de la escasa laboriosidad de la ciudadanía. En su opinión, esta tendencia quedaba puesta de manifiesto porque el día de autos -que era laborable- el servicio de urgencias estaba a reventar, mientras que el día anterior -que había sido festivo- apenas había acudido gente (sic). Mientras meditábamos al respecto, vino otro celador para conducirnos a una nueva estación. En el trayecto le preguntamos si tendríamos que regresar para el asunto de la radiografía, e inmediatamente fuimos devueltos a la sala inicial. El celador justificó el traslado interruptus porque, misteriosamente, el papel estaba en el montoncillo de las radiografías que ya estaban hechas. Nuevo tiempo de espera y, por fin, la llamada a comparecer. Me levanto y camino unos pasos hacia la voceadora, que me hace la pregunta retórica del día: “¿pero usted se puede poner de pie?”. Ante la evidencia y mi cara de asombro, elabora la correspondiente autorrespuesta: “...pues entonces espere”.

Resuelto el asunto radiológico, fuimos definitivamente conducidos al sitio donde uno espera y vuelve a esperar hasta ser examinado y diagnosticado. De haber estado en París podríamos haber emulado a Hemingway proclamando que aquello era una fiesta. No sólo había lleno absoluto, sino que el nivel de contaminación acústica era casi letal: sucesión ininterrumpida de melodías de móvil de todos los estilos y volúmenes, profusión de conversaciones multimedia y tertulias temáticas in situ, amén de un continuo ir y venir de personas de todo pelaje. Aquello parecía una jam session de Abierto hasta el amanecer, vampiros y vampiras incluidos.

Tras un rato de incrédula observación del entorno, uno repara en los carteles que indican cómo deben comportarse quienes están en aquel recinto. Hay que reconocer que las expresiones “sea amable” o “respete a los demás” son susceptibles de interpretación. Menos dudoso es “actúe con discreción”, consigna que, salvo por parte de una exigua minoría, era obvio que no contaba con gran aceptación entre la concurrencia. Los otros dos mandatos del decálogo eran tan inequívocos como flagrantemente incumplidos: “guarde silencio” -un brindis al sol- y “una persona por paciente” -a ojo de buen cubero, el ratio estaba entre dos y tres acompañantes por paciente-. Con este panorama, esperar varias horas hasta que llega el turno de ser atendido y, después, otro dilatado espacio de tiempo (por suerte, en una sala menos ruidosa y concurrida) hasta ser enviado al destino definitivo hace que la noche de urgencias se convierta en una noche de frustración cívica. Porque si el funcionamiento de un colectivo de personas en ese ámbito es tan poco edificante, difícilmente pueden esperarse mejores comportamientos en entornos menos exigentes.

Quizás sería conveniente revisar el concepto de calidad de la sanidad pública, y no reducirlo exclusivamente a la indiscutible profesionalidad del personal sanitario y al alto nivel de las infraestructuras o de los medios de diagnóstico. El tiempo de espera -¡más de siete horas!- y la adecuación del lugar en que se produce dicha espera también deberían ser variables a tener en cuenta. Una noche de urgencias ya tiene suficiente con lo que intrínsecamente conlleva. No hay que pedir al paciente que, además, tenga talante de sufridor ni, por supuesto, aguante de fondista.

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