Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Organizaciones Cafrangadiciembre 2018

A quien sólo conozca Donostia / San Sebastián por las postales le puede extrañar que subraye que la ciudad tiene dos bahías. Una de ellas -la que tiene en su orilla la playa de La Zurriola, que comienza a los pies de los cubos del Kursaal y se extiende hasta el monte Ulía- se ha consolidado como el gran ensanche turístico de La Bella Easo del siglo XXI. La otra es la archiconocida bahía de La Concha, que tiene sus límites en los montes Urgull e Igueldo (a este último sus moradores lo denominan Txubillo).

El monte Urgull es un paraje de una belleza indiscutible, con unas vistas sobre la bahía y el conjunto de la ciudad que nadie debería perderse. Sin embargo, somos much@s l@s donostiarras que, a pesar de tenerlo tan a mano, pasamos tiempo sin acercarnos a disfrutar de lo mucho que ofrece. Para animarnos a hacer una cima que desde un punto de vista montañero es poco apreciada (poco más de cien metros de altura), nuestro amigo y habitual compañero de cordada Josemi Unanue nos sugirió un incentivo: la visita a la Casa de la Historia, el museo ubicado en la cima del monte, idóneo para conocer el nacimiento y desarrollo de Donostia.

Una vez en el museo, pasamos un buen rato entre maquetas, grabados, planos, trajes de época... y abundante material audiovisual. Nos llamó especialmente la atención una interesante colección de fotografías antiguas. En particular, nos detuvimos en un panel en el que se mostraban fotos de diversos establecimientos comerciales que están en la memoria de la ciudadanía donostiarra. Algunos todavía perviven: es el caso de Ciprián, el comercio de textiles ubicado en el Boulevard, o Vinos Ezeiza, la tienda de licores -y otras exquisiteces- de la calle Prim.

Y, ¡oh sorpresa!, allí nos topamos con la fotografía de un establecimiento ya desaparecido, tan singular como legendario (al menos para mí). Como indican los rótulos de la fachada (publicidad; agente de aduanas; gestoría; banca, cambio y bolsa...), allí se llevaban a cabo todo tipo de gestiones y transacciones. Sin embargo, el letrero principal no deja lugar a dudas: su vocación más genuina era la organización de viajes. Es precisamente alrededor de esa actividad sobre la se construyó la leyenda... y, también, sus derivaciones. 

Corrían los primeros años 80. Estábamos en plena transición política. Y mi amigo Ramón Bilbao y yo estábamos sumergidos en la dura pelea sindical que se libraba en aquella época. Ambos rondábamos la treintena y éramos tan peleones como críticos. Cuando hacíamos un parón para reponer fuerzas en el vegeta que había en las inmediaciones de la sede de ELA, centro neurálgico de nuestras conspiraciones, manteníamos sesudas charlas sobre lo divino, lo humano y lo sindical. En una de ellas Ramón sacó a colación una entidad desconocida para mí: Viajes Cafranga.

Esta agencia, que según decía mi amigo tenía su sede central en Donostia, había sido la organizadora (sic) de algunos viajes de fin de curso del centro escolar bilbaíno en el que Ramón había cursado el bachillerato. Según su propia experiencia, la ínfima calidad de los servicios ofrecidos y, sobre todo, la desorganización que había imperado en aquellos viajes habían sido proverbiales. El relato de aquellas peripecias estudiantiles estaba plagado de anécdotas, a las que posteriormente ambos solíamos hacer alusión con complicidad e ironía.

Siempre he tenido dudas acerca de que la entidad existiera como tal y no fuera sólo un eslogan publicitario para ofrecer viajes a colegios. Pero, como demuestra la fotografía, Ramón estaba en lo cierto. Y esta realidad reafirma la vigencia de la expresión Organizaciones Cafranga: es la que entre ambos acuñamos para designar a los despropósitos organizativos con los que nos íbamos topando en nuestro devenir militante y que hemos seguido utilizando para referirnos a desatinos similares.

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