Crónicas de un hombre serio  /  Anecdotario

Pan con miel y migasnoviembre 2020

Comer mucho y ser delgado provoca sentimientos encontrados -entre la envidia y el odio- entre quienes tienen metabolismo de posguerra y almacenan reservas con solo, dicen, mirar la comida y picar un poquito. Pero los que me ven comer ahora -o me veían, antes del confinamiento pertinaz en que uno anda sumido- y desprecian mis hábitos poco dados a la sabrosura alimenticia no se hacen una idea de la cantidad de comida que era capaz de engullir en mis años mozos. También entonces sin merma de la enjutez que me ha caracterizado durante toda la vida.   

Era un día de vacaciones de verano de aquellos tiempos de jovencísimo estudiante universitario. Después de haber hecho deporte como un poseso y haber tapiñado cuanta vianda previamente cocinada había encontrado a mi alcance, todavía seguía buscando algo para rubricar la cena. Y hete aquí que descubrí por allí un gran frasco con unos pocos centímetros de miel en el fondo. Tenía pinta de ser lo que había sobrado de los brebajes para combatir los catarros durante el invierno anterior. Pan con miel convenientemente sumergido en un tazón de colacao: un fin de fiesta inmejorable. 

Al untar la miel sobre el pan me fije en que tenía pequeños tropiezos, que tras el remojo apenas se percibían. Pensé que alguien que con anterioridad había metido mano al asunto (o sea, mi hermano) no se había molestado en sacar la miel con la correspondiente cuchara, sino que había introducido directamente el trozo de pan en el tarro. Y en la operación había dejado las correspondientes migas, que con el paso de los días se habían endurecido. Que la miel tuviera añadidas unas migas no era ningún problema. Extender sobre el pan. Remojar. Y al cuerpo. Saciado el apetito, allí quedaron apenas un par de dedos de miel, con sus correspondientes migas añadidas. 

Pasados unos días, probablemente por haberlo dejado en un sitio visible, el recipiente llamó la atención de mi ama. Lo cogió, lo miró al trasluz y dijo solemnemente que había que tirar su contenido. Algo inexplicable en una cultura doméstica como la nuestra, en la que no se tiraba nada. Y menos si era algo de comer. Eran tiempos en que no existía ni el colesterol ni la fecha de caducidad. Además, en aquella casa no se pasaba hambre, pero era proverbial la disposición de todos sus moradores y moradoras para comer. Cualquier cosa, y en cualquier momento. 

Mientras abría el tarro y desalojaba su contenido, mi ama planteó abiertamente y con cierto aire inquisitivo una cuestión que explicaba su insólito modo de proceder: “si siempre ha estado bien cerrado, ¿no sé cómo han logrado entrar las hormigas?”. Entonces descubrí que la noche de autos no había comido pan con miel y migas, sino pan con miel y ¡hormigas! Confesé mi andanza alimenticia. Expresiones de incredulidad. Pues me supo buenísimo. Lo que no mata engorda. En mi caso, poco.

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