Crónicas de un hombre serio  /  Escritos con y para el corazón  

Martutenejulio 2015

Vivir y morir con dignidad

He meditado muchas veces sobre qué es vivir con dignidad y también sobre cómo llegar al final de la vida y morir con dignidad. Es una antigua y recurrente reflexión que no ha ido asociada a ir cumpliendo años. Lo que si ha llegado con la edad es el conocimiento de cómo han ido dejando la vida personas de generaciones anteriores.

El haber visitado a algunas de esas personas en sus últimos años, en particular a aquellas que los han pasado en una residencia para personas mayores, me ha dado la oportunidad de haber visto y vivido situaciones que, sin dejar de ser patéticas, han sido también entrañables. Acepto que haya personas a las que ir de visita a estas residencias les resulte poco estimulante; pero, en mi opinión, es una experiencia recomendable y, si se adopta el estado de ánimo adecuado, una vivencia gratificante.

Sin embargo, en algunos casos que he conocido de cerca, no tengo la convicción íntima de que esas personas hayan podido vivir con dignidad sus últimos años y, en consecuencia, no considero que hayan podido enfrentarse a la muerte con dignidad (sin perjuicio de las circunstancias concretas en que se haya producido el desenlace final). La clave del asunto radica en la escasa o nula calidad de vida que, según mi opinión, han tenido esas personas durante sus últimos años y, en concreto, en su incapacidad cognitiva, que les ha impedido ser conscientes de su situación y haber podido tomar alguna decisión al respecto.

La vida no tiene un valor absoluto en cualquier circunstancia, sólo lo adquiere si existe la posibilidad de vivir con dignidad, que es un concepto abstracto al que cada persona debe dotar de un contenido concreto, que el resto deberemos respetar. Y si, llegado el momento, una persona considera que no puede vivir con dignidad, no creo que haya razón alguna para imponer a esa persona el que no pueda optar por morir con dignidad. Sus familiares, sus amistades, sus conciudadanos debemos poner los medios para que esa persona pueda vivir con dignidad y, llegado el momento, poder decidir cuándo y cómo morir con dignidad.

Y como hay casos -muchos casos- en los que el deterioro de la capacidad cognitiva hace que llegue un momento en el que la persona no es capaz de tomar decisiones racionales, la sociedad debe ofrecer cauces para que la persona pueda decidir previamente cuándo considera que es el momento de morir, cómo quiere hacerlo y en qué persona o personas delega la responsabilidad de hacer que se cumpla su voluntad. Es la única forma razonable de respetar el derecho inalienable de la persona a vivir y morir con dignidad.

Para enriquecer el debate sobre este tema, la novela Martutene (Erein; 2013) escrita por Ramon Saizarbitoria plantea algunas reflexiones que considero interesantes.


La vieja (la madre) está sentada en la cocina, muy concentrada en frotar entre sí dos trozos de pan duro de los que caen sobre la mesa unas migas pequeñísimas, casi pan rallado. Interrumpe la tarea para mirarle brevemente. Le llama Juan. “Ya ves, Juan, todavía estoy viva”. Tiene un aire a la Pasionaria, vestida con un vestido negro y toquilla del mismo color, con ojos de haber sufrido, el pelo blanco con sombras color nicotina peinado en moño. Abaitua (el amigo médico del hijo) intuye que la severidad de su mirada se debe a que está desconectada de la realidad, pero sonríe cuando le pregunta qué hace con el pan. “Migas para los pajarillos”. Conserva una hermosa dentadura.

Sufre una infección urinaria, muy recurrente en ella, y quizá tiene algo de fiebre. Huele bastante a orina. Mientras le toma la tensión y le ausculta por aparentar que hace algo, Kepa (el hijo) se desahoga contándole más o menos la historia de siempre. Se pasa la vida calentando café con leche porque se olvida de que lo acaba de tomar. Bebe litros y litros y en consecuencia continuamente está meando y no siempre lo hace en el retrete, cada vez menos, y se niega a usar absorbentes. Con ser eso malo lo peor es el riesgo de que provoque un accidente con el gas y un día salte la casa por los aires. También existe el peligro de las inundaciones porque tiene muy arraigada la manía de fregar todo lo que pilla. La conclusión es que no la puede dejar ni diez minutos sola.

Tiene comprobado que el antibiótico no le provoca importantes efectos secundarios y no se le ocurre qué otra cosa puede hacer aparte de darle amoxicilina. “Y así, ¿hasta cuando?”, pregunta Kepa, y no sabe qué decirle. En cualquier caso, no le parece que la solución sea llevarla a urgencias, como propone. Probablemente no la ingresarían y de ingresarla la tendrían un par de días torturándola con las mismas pruebas que han practicado inútilmente otras veces y con un alto riesgo de que a base del Haloperidol que le den se desubique totalmente.

El desafío de Kepa: ¿y qué pasaría si al darle el alta él se plantase y se negase a llevársela? Abaitua está seguro de que se trata también de una fantasía pero ¿por qué se la plantea si no es capaz de llevarla a cabo? ¿O es capaz? Se lo pregunta y se limita a responder que está muy agobiado. No puede pasar un fin de semana fuera, la ayuda del ayuntamiento es insuficiente, la chica que le cuida le cuesta dinero. También vuelve a lo de que está calentando café con leche continuamente y que el día menos pensado van a tener un accidente. A Abaitua le irrita su irritación. Le sale preguntarle por qué no intenta adiestrarle en el manejo del microondas y le sienta mal. Le dice que le extienda la receta de una vez.

O sea que más amoxicilina. Lo ha dicho con claro retintín tras mirar la receta. ¿Qué esperaba, Midazolam 30mg? Abaitua considera que Kepa sería muy capaz de conseguir la medicación necesaria para provocarle una sedación irreversible si lo quisiera y de arreglárselas para que el médico de cabecera extendiese el certificado de defunción sin necesidad de ver el cadáver. Le consta incluso que conoce a alguno de esos médicos que sonríen beatíficos cuando se les menta la muerte. Han hablado del tema. Es posible que esa mujer aplicada en hacer migas frotando dos trozos de pan duro manifestase en su día el deseo de morir cuando llegase a la situación en la que se encuentra, y probable que en un futuro no lejano liquidar a la gente en su estado sea tan rutinario como aplicarles la trivalente a los críos de doce meses. Quizá incluso se invente un simpático ritual para pautar esa práctica, como seguramente lo tenían las tribus nómadas, que según él abandonaban a sus viejos con el agua necesaria para permitir que la caravana se alejase lo suficiente para no asistir al deceso. Kepa siempre cita curiosidades antropológicas en defensa del buen sentido de la eutanasia, como si necesitara convencerle. Han discutido del tema. En ese debate el médico tiene un motivo adicional para ser cauto y es que no puede eludir la cuestión de si él mismo se siente capaz de asumir la responsabilidad de poner fin a una vida humana. El problema es discernir cuándo existe vida y cuándo vida humana. Ante un sufrimiento estéril y sin esperanza Abaitua no tiene duda y ha actuado cuando lo ha considerado necesario. Ahora bien, le parece que la gente suele pecar de ligereza a la hora de considerar que la vida de enfermos, incluso de enfermos terminales, no es vivible. Su experiencia le hace ser cauto en ese extremo, incluso cuando es el propio sujeto quien manifiesta el deseo de poner término a su vida, dado que la demanda puede sustentarse en circunstancias personales, la depresión sobre todo, o materiales susceptibles de ser modificadas. Es consciente de que, como le suele recordar Kepa, en sus cautelas coincide con muchos médicos que se dicen pro-vida y que, sin embargo, no les inquieta arriesgar la de sus pacientes por comodidad, desidia o ignorancia, pero es lo que siente. También le parece que muchas veces los defensores de la eutanasia y el suicidio asistido, y él lo es, simplifican la cuestión, y que serían más prudentes si consideraran la posibilidad de que recayese en ellos la responsabilidad de ser sujetos activos.

Antes de bajar a por la Amoxicilina Kepa le sugiere a su madre ir al baño. No es muy cariñoso y se dirige a ella en primera persona del plural, como hacen los médicos con los pacientes. “¿Vamos al váter a hacer un pis?” Sin embargo, cuando le oye hablar en voz baja en la intimidad del retrete, el tono le parece amable.

La mujer está nuevamente sentada, los brazos apoyados en el regazo, las manos escondidas dentro de las mangas, las rodillas muy juntas; el vestido negro le cae casi hasta los pies, enfundados en zapatillas también negras. Como si estuviera en una silla de anea sacada a la puerta de su casa en un pueblo de Cádiz cuyo nombre recuerda cuando se lo pregunta Abaitua. Es consciente de que no está allí y también sabe la estación del año en la que viven, pero no el día de la semana ni el mes ni el año. Cuando le muestra el reloj para determinar si es capaz de decir su nombre, la vieja se ríe: a qué viene preguntar eso.

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