Historias  /  Relatos

Comer y cagarmarzo 2020

Hace mucho tiempo, una persona me contó una anécdota que, a su vez, otra persona le había contado. Con los años, cada experiencia, al igual que va cambiando la persona que la ha vivido, se va también reinterpretando. Así, aquello que alguien me contó, con el paso del tiempo, se ha convertido en esta historia.


Juan no sabía qué responderle. Hacía una semana que había llegado la carta de Ramón, el único de sus primos que todavía vivía en el pueblo. Con frases llenas de sentimiento, explicaba lo infeliz que se sentía. Desde que había fallecido su madre, vivía solo, y se sentía cada día más triste. Aunque era suya la pequeña propiedad en la que cultivaba hortalizas y criaba unos cuantos animales (la había heredado de su abuelo materno, que no tuvo más hija que la madre de Ramón, fallecida hacía casi dos años), cada vez se le hacía más evidente que aquello no tenía futuro: trabajar en el campo solo permitía llevar una vida de subsistencia. Al ver la televisión en la taberna de Curro -la única del pueblo-, se daba cuenta de que su vida no solo era mísera en lo material, sino también oscura y sin alicientes, anclada en un tiempo pasado. Ni siquiera los colores del campo en la última primavera habían conseguido que renaciera un resquicio para la alegría.

La conclusión de Ramón era que había pensado en seguir los pasos del resto de jóvenes de la familia, y venirse al norte. A poder ser, al pueblo en que Juan vivía, para que le apoyara en su nueva andadura. No le gustaba la opción de irse a una ciudad, sobre todo si era muy grande. En un pueblo, aunque hubiera fábricas y talleres, siempre se sentiría más cerca de la naturaleza, que le seguía gustando a pesar de que quisiera irse de aquel paraje en el que ambos habían nacido. También quería ver el mar, comprobar si era tan inmenso como decían. Finalmente, pedía a Juan que le explicara qué se iba a encontrar, cómo era aquello, si había trabajo para él. En definitiva, quería saber a qué atenerse para dejar atrás la vida que llevaba, aquel sitio al que ya solo le ataban los recuerdos.

Había leído la carta varias veces. Desde el primer momento supo que no la había escrito su primo. Estaba seguro de que lo había hecho don Julián. Un romántico que, después de haber pasado casi toda su vida tratando de educar a las nuevas generaciones de aquellos alrededores, había decidido quedarse allí para los restos. Cuando Juan se marchó, pasó a despedirse de él, para agradecerle sus enseñanzas -un poco de muchas cosas- y, sobre todo, por haberle inculcado el gusto por la lectura. El viejo maestro le había confesado entonces que, con su exigua pensión y sin familia, donde mejor estaba era en aquel pueblo perdido y venido a menos, donde, al menos, se sentía querido y respetado.

Ramón apenas sabía escribir. Y leer, lo justo: despacito, sílaba a sílaba. Nunca le había gustado ir a la escuela, y tampoco sus padres había puesto interés en que lo hiciera. Siempre había sido grande, fuerte, saludable, trabajador, mañoso, además de organizado y eficiente para los quehaceres de la vida en la que se sumergió desde que era apenas un niño. La misma que llevaban sus padres y sus hermanos mayores. Una vida en la que encajaba perfectamente y en la que durante un tiempo había sido feliz. Sus modales eran toscos, y sus razonamientos, elementales, en cuanto se alejaban de sus cultivos y sus animales. Pero era simpático, caía bien a todo el mundo. Además, era muy guapo. Todas las muchachas lo miraban con buenos ojos desde que era un chaval. Pero a Ramón siempre le había gustado Charo, la jovencita más atractiva de la comarca. Y se había enamorado perdidamente de ella.

Pero Charo era también la más inteligente. Don Julián decía que era la mejor alumna que había tenido en todos sus años como enseñante. Era todavía una niña cuando ya empezó a decir que ella se iba a ir a estudiar fuera del pueblo. Y así lo hizo en cuanto le concedieron la beca que el maestro le ayudó a tramitar y su familia se puso de acuerdo con unos parientes sin hijos que habían puesto una modesta frutería en la capital. Ella les ayudaría en la tienda a cambio de vivir en su casa y poder estudiar. A Charo no le gustaba Ramón, como no le gustaba ninguno de los jóvenes del pueblo. Y, aunque alguno le hubiera gustado, difícilmente habría encajado en sus planes de salir de allí cuanto antes, para seguir estudiando y, como solía decir mientras esperaba para recoger agua de la fuente de la plaza, ir a la universidad. Quería volar alto y ninguno de los muchachos del pueblo era compañía adecuada, ni para su proyecto ni para sus sueños de adolescente prematuramente madura.

Juan no tenía ninguna duda de que había sido la marcha de Charo, bastantes años antes de la muerte de su madre, la causa de que Ramón entrara en un estado de permanente tristeza. Durante un tiempo, solo vivía para ver a Charo cuando iba al pueblo a visitar a la familia. Hasta que dejó de aparecer por allí. Nunca volvió a verla. Y nunca volvió a interesarse por otra muchacha. Se convirtió en un hombre melancólico, que veía cómo se iban marchando del pueblo los hombres y las mujeres jóvenes, incluidos sus propios hermanos; solos o en pareja, con o sin hijos, a la búsqueda de una vida mejor. Él se quedó con su madre viuda, reconcomido por aquel amor que nunca pudo ser. Ahora parecía que, por fin, le había llegado el momento de pasar página.

Y al bueno de Ramón no se le había ocurrido nada mejor que, no sólo pedirle consejo, sino migrar precisamente a aquel pueblo del norte en el que él vivía . Que tenía cerca el mar, pero con un puerto de por medio lleno de barcos y grúas. Y que estaba rodeado de montes, pero que quedaban detrás del humo de las fábricas y de la central térmica. Juan se decía que aquello solo podía haber sido idea de don Julián. Siempre había insistido en que, al igual que Charo, Juan era inteligente y tenía que estudiar, y que, para ello, tenía que irse del pueblo. Lo hizo en cuanto acabó la mili.

Los comienzos habían sido duros. Había encontrado trabajo nada más llegar; de peón, en la construcción. Trabajaba para una empresa que no dejaba de hacer obras. Enseguida se dio cuenta de que aquello no era lo suyo. Había otros que progresaban, se convertían en albañiles o en pintores. Él era físicamente fuerte, pero no tenía esas habilidades. Además, no le gustaba el trabajo manual, como antes no le había gustado el del campo. Empezó a estudiar. El pueblo estaba cerca de la capital y, tras hacer sin dificultades el ingreso, estaba cursando el bachillerato nocturno. Un profesor, que supo que trabajaba en la construcción, le aconsejó hacer un curso de delineación por correspondencia. Lo acabó en menos de un año. Le gustaba y se le daba bien. Habló con los jefes de la constructora, y ahora trabajaba en la oficina técnica. Fuera de horas, también dibujaba planos para un estudio de arquitectura. Ganaba bien y, sobre todo, se sentía a gusto con su trabajo. Además, seguía estudiando con la intención de acabar pronto el bachillerato, y quién sabe si intentar ir a la universidad, aunque por allí cerca no había una escuela de aparejadores.

Pero los comienzos no solo habían sido duros por el tipo de trabajo. Durante años tuvo que vivir en una habitación oscura y lúgubre que le alquiló Pedro, uno de su pueblo, el primero que, junto a su mujer, se había venido al norte. Y el clima no tenía nada que ver con el horizonte soleado de su tierra: llovía casi todos los días y, aunque no hiciera mucho frío, había siempre una humedad que calaba hasta los huesos. También las costumbres eran diferentes y, aunque había bastantes que, como él, habían venido de fuera, los autóctonos eran bastante cerrados, ¡y las chicas, todavía más! Aunque la mayoría eran personas educadas y hasta amables, también había quienes echaban unas miradas que hacían sentir que se hacía algo malo solo por vivir y trabajar allí. Ahora ya se sentía más cómodo. Además, desde hacía unos meses tenía novia. También ella había venido al norte con sus padres cuando era una niña. Era muy lista y había estudiado el bachillerato laboral. Trabajaba de administrativa en su misma empresa. La entrada de ella en su vida le estaba haciendo muy feliz.

Juan llevaba varios días nervioso y sin poder dormir bien pensando en cómo dar respuesta a su primo. ¿Cómo iba a explicarle su experiencia? ¿Cómo contarle las vicisitudes del camino que había tenido que recorrer? Ramón necesitaba un mensaje sencillo, claro, sin rodeos ni matices. Era un hombre elemental. Además, aunque había recurrido a don Julián para que le escribiera la carta, no querría que le tuviera que leer la respuesta y todavía menos que se la tuviera que explicar. No lo había comentado con su novia, porque no quería que supiera que su primo era un hombre tan limitado. Ya tendría tiempo de conocerlo y sacar sus propias conclusiones si definitivamente daba el paso. La alternativa que se le había ocurrido era pedirle opinión a Pedro. Conocía a Ramón y, además, ambos tenían un perfil parecido. Aunque Pedro había sido mucho más decidido y emprendedor. Como Juan, había empezado de peón en la construcción; ahora era encofrador y había organizado su propia cuadrilla. Se había traído del pueblo a sus padres, a los de su mujer y a los respectivos hermanos y hermanas. Había montado casi una colonia. Era un hombre trabador y honrado. Un patriarca para los suyos. Y bruto como él solo.

A última hora de la tarde anterior, Juan se había acercado a casa de Pedro y le había planteado el problema. Enseguida lo había entendido y le había dado la solución. Algo escueto. Sin divagaciones. Casi le dictó la carta. La había escrito antes de cenar. Aunque tenía dudas y había dejado el sobre sin cerrar. De madrugada se había despertado con sensaciones contradictorias. Por momentos se sentía avergonzado de lo escrito y pensaba en levantarse, romperlo y tirarlo a la basura. Luego le surgía una sensación de complicidad con Pedro y con el propio Ramón, le afloraba una sonrisa a los labios, y pensaba que la carta contenía exactamente lo que tenía que decir a su primo. Ni más ni menos. Al levantarse ya había decidido que la enviaría tal cual la había redactado. Y que sea lo que tenga que ser, se dijo. Antes de cerrar el sobre, la leyó por última vez:

“Querido Ramón: Vente a este pueblo. Hay montes y mar. Seguro que vas a encontrar trabajo. Aquí se vive bien: se come caliente y se caga sentado. Hasta pronto,

Tu primo Juan” 

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