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Lucía desencadenadaoctubre 2019

La protagonista de este relato es un personaje de ficción. Pero su historia es la de muchas mujeres pertenecientes a la vieja clase trabajadora pura y dura, que han pasado por la vida escondiéndose de la realidad que las rodeaba, hasta acabar identificándose con el papel que les había tocado en suerte. Algunas, como Lucía, solo se han podido liberar de sus ataduras ancestrales dejando de ser ellas mismas, en la antesala de sumergirse definitivamente en la bruma.


Nació en un pueblo pequeño y aislado. Su niñez fue corta y entristecida por la muerte de una madre que apenas le dejó recuerdos. Como prescribían las costumbres de la época, pronto tuvo una madrastra que la enviaba todos los días a lavar platos a casa de una abuela que no era la suya. Lo hacía con sus manitas de niña, con agua muy fría y subida a una silla para llegar al fregadero. Apenas aprendió a leer y a escribir. A su manera intentó ser feliz en aquel entorno de labradores y pobreza. Y adquirió fama de niña peleona, capaz de enfrentarse hasta con los chicos que pretendían marcar las reglas de los juegos.

Apenas era una adolescente cuando tuvo que emigrar a una ciudad grande e inhóspita. Allí conoció lo que era tener una vida acomodada: la de los dueños de la casa en la que limpiaba y cocinaba de sol a sol. A cambio cobraba los cuatro duros que enviaba a su familia. Como todas las que nunca han podido ser niñas ni adolescentes, Lucía pronto tuvo que hacerse mujer. Se ennovió con un muchacho guapo de su pueblo que hacía la mili en aquella odiada ciudad. Pronto se casaron y volvieron a la pobreza de la vida rural que tan bien conocía. Llegó su primera hija. Su marido decidió que allí no había futuro. Iniciaron un camino incierto hacia lo que les dijeron que era la tierra de promisión.

Su destino fue un pueblo lleno de fábricas, repleto de personas que, como ellos, huían de la miseria. Seguían siendo pobres y, además, se sentían menospreciados por quienes solo habían tenido la suerte de haber nacido allí. Pero eran buenos tiempos para que un hombre que trabajara duramente pudiera proveer económicamente a la familia. Se convirtió en un ama de casa laboriosa y abnegada. Cuidaba de su marido y de sus hijas (había nacido la segunda). Y administraba con comedimiento hasta la última peseta que su marido llevaba a casa.

Su marido siempre fue su cara... y también su cruz. Era un hombre tan trabajador y honrado como irascible e intolerante, a quien la llegada de sus hijas a la adolescencia agudizó su lado más autoritario. Y se convirtió en cómplice pasiva y callada de la desgracia en que vivían sus hijas. Ellas solo querían ser como las demás. Para lograrlo no les quedó otro remedio que casarse y marcharse. Fue la forma de acabar con años de gritos, golpes y frustración.

A ella también le toco su parte del maltrato. Siempre aguantó y guardó silencio. Él siempre tenía la última palabra. Nunca le contradijo. Apenas tomó decisiones. Era una mujer como muchas otras de su edad y escasa formación. Dependía en todo de su marido, poco más culto que ella, pero revestido de un halo de patriarca inasequible. Y así pasaron los años. Los tiempos de pobreza dieron paso a una vida sencilla, pero suficiente. Su afán desmesurado por ahorrar la convirtió en una persona incapaz de disfrutar de otra cosa que no fuera mirar el dinerillo que tenía en la cuenta corriente. Para la vejez, decía ella.

Y, efectivamente, Lucía se hizo mayor. Le tocó cuidar de su marido enfermo. Hasta que ya no fue capaz de cuidar de sí misma. Se negó a recibir ayuda. Rechazaba a todas las personas que llegaban a su casa. Decía que no le gustaban porque eran extranjeras. Y cuando salía a la calle también le disgustaba que hubiera demasiada gente con la piel oscura. No aceptaba los consejos de nadie. Por primera vez en su vida, se rebeló contra la autoridad de su marido. Era capaz de mandarle callar de forma tajante. No aceptaba pautas ni normas. No quería disciplina ni tratamientos. Dejó de ser la mujer sumisa que había sido. Se despertó en ella aquella niña que se enfrentaba a los muchachos de su pueblo.

Habrá quien diga que, por fin, se ha liberado de su vida de sometimiento. Habrá quien piense que ha dejado definitivamente atrás la triste y dura existencia que le tocó en suerte. Pero quienes conocen la verdad saben que su situación de rebeldía no durará mucho, que poco a poco se irá apagando, que probablemente se irá convirtiendo en una niña más dulce y asustadiza, que vagará por una infancia irreal de un pueblo perdido. Porque hace ya un tiempo que Lucía ha dejado de ser Lucía. Ahora es Lucía desencadenada. El falso príncipe liberador de sus cadenas tiene nombre: Alzheimer.

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