Historias / Relatos
Pepe el Rusoseptiembre 2015
Hasta hace unas décadas se hablaba de la tercera edad como la época de la vida que transcurría desde que la gente se jubilaba hasta que le llegaba el momento de entregar la cuchara. La esperanza de vida se ha ido alargando tanto que hace un tiempo se acuñó la expresión cuarta edad para referirse a las personas que superan los ochenta años. A partir de esa edad, pocas son las que se libran de los achaques de las enfermedades crónicas degenerativas y, lo que es peor, de un deterioro progresivo de las capacidades cognitivas.
Por una cosa o por otra o, la mayor parte de las veces, por un abanico de causas, las personas acaban -acabamos- siendo dependientes. Y aunque lo razonable y lo políticamente correcto es propugnar que las personas permanezcan el mayor tiempo posible en su entorno familiar, a nadie se le escapa que una parte importante de la cuarta edad acaba viviendo en una residencia. Ese sitio al que la generación de las personas que ahora son residentes antes llamaba asilo. Que, por cierto, era el sitio al que una de mis tías enviaba metafóricamente a quien hiciera falta cuando quería poner en su conocimiento -medio en serio, medio en broma- que ya estaba un poco harta del interfecto o interfecta.
Pocas son las personas que a lo largo de su vida no tienen viviendo en alguna residencia, simultánea o sucesivamente, a uno o varios miembros de la familia a los que, por uno u otro motivo, sienten que deben visitar con cierta periodicidad. Contrariamente a lo que pueda parecer y más allá de encontrar el momento para hacer la visita -hace algunos años que en mi agenda siempre hay alguna pendiente de realizar-, la actividad puede ser gratificante a nada que uno se la tome con la actitud adecuada. Incluso si lo que toca es visitar uno de los espacios que las residencias tienen reservados para personas que ya no están en plenas facultades mentales.
Hasta puede que uno acabe involucrado en algún episodio interesante de alguna historia que, como todas las historias, tendrá algo de real y algo de ficticia. Y sólo a veces la parte real es más verosímil que la ficticia, ya que, como a menudo solemos decir u oír, la realidad supera en muchos casos a la ficción. En el caso de Pepe el Ruso cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. O quizá no.
A decir verdad, es imposible andar por la residencia y no fijarse en Pepe, porque tiene el don de la omnipresencia. Lo habitual es encontrarlo vagando por los pasillos con aire ensimismado. Aunque tiene también la habilidad de sumarse a cualquier grupo formado por residentes y familiares como si dispusiera de un sistema de camuflaje camaleónico. Recuerdo que un día estábamos un grupo de allegados en la habitación de un familiar, y me costó un buen rato percatarme de que allí estaba también Pepe (a los demás tuve que indicárselo), como uno más del grupo, mirando con expresión interesada a quien tomaba la palabra.
La otra actividad que ocupa gran parte del tiempo de Pepe es ver la televisión. No se traga cualquier programa, sino que los elige con precisión. En efecto, como si tuviera implantado un chip que lo pusiera en estado de alerta, la actividad de vagar por los pasillos o integrarse en algún grupo es abandonada con determinación cuando en alguna de las televisiones se emite un programa de noticias o en el que se comentan acontecimientos políticos o socioeconómicos. Permanece atento a la pantalla, impertérrito, durante el tiempo de duración del programa -anuncios incluidos-, con una expresión de interés como la que tiene cuando escucha in situ a alguna persona. Siempre callado. Sin pronunciar palabra alguna.
Nunca había visto a Pepe acompañado de ningún familiar o amigo, hasta que hace unos meses, tras haber finalizado una de mis visitas y me dirigía hacia la salida, lo vi en uno de los salones, sentado frente al televisor, acompañado de un señor al que inmediatamente reconocí.
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