Historias / Sucedidos
Media pastilla de jabónjunio 2023
Hacía pocas semanas que habíamos vuelto. Mi padre era carabinero y casi desde el principio de la guerra no sabíamos nada de él; ni siquiera teníamos la certeza de que siguiera con vida. Habíamos huido cuando las tropas rebeldes se acercaban a San Sebastián. Mi madre, mis hermanas y yo, que era la segunda de las cuatro, pasamos unos meses en Bilbao. Insistía a mi madre para nos subiéramos a alguno de los barcos que llevaba gente a Francia o a Inglaterra. Pero ella no quería marcharse sin su marido. Así que, según avanzaban las tropas que se habían sublevado contra la República, fuimos recorriendo la costa del Cantábrico, hacia Galicia, hasta que ya no quedó sitio para seguir huyendo. Solo entonces nos subimos a un barco. Tras una travesía infame, fuimos apresadas por el Cervera y conducidas de regreso a Bilbao. Y, poco después, enviadas a San Sebastián.
No podíamos decir que habíamos vuelto a casa, porque no teníamos a dónde ir. Aunque mi madre se las arregló enseguida para buscar un sitio y poder reanudar la lucha por vivir, y comer, cada día. Todo era triste y miserable. Pero cuando se tienen dieciocho años basta con reencontrarse con algunas amigas y poder ir a dar una vuelta para imaginar que habría un futuro que mereciera la pena. Fue durante uno de aquellos paseos bordeando la playa de La Concha, cuando pregunté a mis amigas, y a algunos chicos que nos merodeaban, si alguien podía conseguirme un poco de jabón: hacía días que no podía lavarme como es debido. Había poco para comprar en las tiendas y, para quienes éramos pobres, era casi imposible acceder a lo que se vendía de forma clandestina. Todos nos encontrábamos en situación parecida, así que nadie pudo comprometerse a nada.
Pocos días después repetimos el mismo itinerario en el paseo nuestro de cada día. No había gran cosa que hacer, así que aquella era nuestra ocupación favorita, cuando nuestras madres nos dejaban salir. En un momento en que nos habíamos parado a conversar con los mismos chicos de la vez anterior y, como ninguno me interesaba gran cosa, me entretenía mirando las olas, se acercó a mí una señora. Era bastante mayor que mi madre. Iba bien vestida. Me dedicó una sonrisa triste y, en un susurro, me dijo que me había escuchado el otro día cuando pedía un poco de jabón. Había vuelto aquellos días, a la misma hora, con la esperanza de encontrarme. Sin más dilación, me dio discretamente un pequeño paquete, envuelto en papel de estraza, y me dijo que lo guardara. Y sin apenas darme tiempo a reaccionar para darle las gracias, dio la vuelta y se marchó.
Era un tiempo de incertidumbres, así que guardé el paquete en el bolsillo del chaquetón y no lo abrí hasta que estuve en casa. Era media pastilla de jabón. Olía bien. Me puse muy contenta. Después, pasados los años, al recordar aquella historia me venía a los labios una sonrisa triste, como la de aquella señora. Nunca la volví a ver. A veces también se me saltaban las lágrimas al recordar aquellos años en los que solo pudimos disfrutar de sentirnos jóvenes, mientras procurábamos olvidarnos de aquel tiempo en que nos había tocado sobrevivir.