Historias / Sucedidos
Soloabril 2021
Hoy he pasado una de las segundas peores noches de mi vida. La peor fue la de ayer. Mal de amores. O algo así. Para rematar el día, la mucama avisa que está involucrada en un caso de rastreo. El puñetero coronavirus sigue jodiendo. Habemus cuarentena, me temo. O sea que toca tareas domésticas. Mi plan preferido: hoy, lavadoras. Caminito del tendedero me viene a la mente una frase de Gabriel García Márquez en Memoria de mis putas tristes: “quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar”. Y, a falta de otra felicidad mejor, me pongo a ello. Empiezo a manejar las pinzas mientras me arranco por lo bajini con La vie en rose. Mejor no subir el volumen. La excusa, no alterar demasiado el silencio del patio; la verdad, no provocar al gallo. De pronto oigo una voz que no es la de mi conciencia: “como se nota que ha dormido bien y qué está contento”. La del diagnóstico es una vecina emboscada dos pisos más arriba. Mi respuesta: una sonrisa de circunstancias; un hipócrita “sí, claro”; y, para mis adentros, ha acertado usted de pleno, señora. Pero va a tener razón el personaje de Gabo. En cuanto la susodicha se retira a sus aposentos, me atrevo con la María Bonita de Agustín Lara. Y esta vez, ventana adentro, acabo por todo lo alto. Con más ánimo reparo en que ya son las diez de la mañana. Solo queda el resto del día. Solo.