Negro sobre blanco  /  Epistolario

Epístola a Alberto Rodríguez Rodrígueznoviembre 2021

Admirado Alberto: 

Le vi por televisión el día que llegó usted al Congreso de los Diputados. Como confesó en el programa Salvados, le resulta imposible pasar desapercibido con sus casi dos metros (Google dice que mide usted 198 cm) y sus rastas. Esas que usted considera solo un peinado, pero que le hicieron ser observado con extrañeza por algunos y algunas parlamentarias de la vieja guardia. Probablemente son las mismas personas que durante los años en que ha sido diputado no le saludaban cuando se cruzaban con usted por los pasillos. Personas a las que se sigue refiriendo con educación y respeto, incluso cuando dice que sospecha que muchas de ellas nunca han tenido que poner el despertador para ir a trabajar, y mucho menos para ir a un trabajo en el que, como le ocurre a usted, haya que mancharse las manos de grasa.

Las veces en que le he oído hablar, en el Congreso o ante los medios de comunicación, ha despertado mi simpatía. Como aquella vez en que despidió con cariño a un diputado de una formación política de ideología opuesta a la suya que abandonaba su escaño: su argumento para hacerlo fue que su rival era una buena persona. Pero cuando le escuché en el programa de laSexta explicar cómo ha vivido su paso por la política, sentí por usted verdadera admiración. Porque es admirable su sencillez al confesar ser un obrero que, tras haber sido elegido por su gente como representante en el Congreso (y, añado, haber tenido durante ese tiempo el tratamiento de Excelentísimo Señor, que es el que corresponde a un diputado), no ha tenido ningún reparo en volver a ponerse la ropa de trabajo para volver a su puesto en la refinería. Porque es admirable que resulte usted tan creíble cuando explica que, por coherencia con los motivos que le llevaron a ser candidato y electo, se ha ido a su casa sin haber cobrado el dinero al que tenía derecho por haber sido diputado. Porque es admirable, sobre todo, por el orgullo con que se presenta a usted mismo como un trabajador vinculado a los movimientos sociales, que va a seguir reivindicando y luchando por sus ideales, y que durante estos años se ha sentido un poco abrumado cuando los trabajadores del Congreso se dirigían a usted llamándole Señoría

La parte triste de su relato es que usted crea que si no fuera un obrero que se apellida Rodríguez (por partida doble) no se habría visto obligado a abandonar su escaño. Es amargo tener la convicción de que tiene usted razón y que, por mucho que se predique lo contrario, la extracción social de una persona condiciona la forma en que es tratada por la justicia y por la sociedad en general. Y también es amargo oírle decir que en ese trance no se haya sentido usted apoyado ni siquiera por sus compañeros y compañeras de Unidas Podemos, con quienes seguramente compartía el anhelo de asaltar los cielos. Aunque también es reconfortante que se sienta con fuerzas para volver al tajo, para seguir en la pelea y para seguir yendo a manifestaciones. Esperemos que la siguiente vez nadie se invente una patada, supuestamente propinada por usted, y que, como pudimos comprobar quienes escuchamos las declaraciones del presunto agredido, dejó menos huella que las que se intercambian en un partido de fútbol de benjamines. Igual tiene usted razón y el que haya tenido que abandonar su escaño a causa de una patada que usted afirma rotundamente que nunca dio -y que nadie ha probado que la diera- es porque se apellida Rodríguez. Como mi abuela materna, por cierto. 

En fin, le deseo que, finalmente, reconozcan su inocencia y a que, aunque como dijo en el programa de televisión allí cobre menos que en su trabajo en la refinería, pueda volver usted a ocupar su escaño en el Congreso. Será la única forma de que algunas de las personas con las que comparta hemiciclo vean de cerca un obrero, que además está orgulloso de serlo. 

Con todo mi respeto y admiración, le envío un fuerte abrazo.

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