Negro sobre blanco  /  Epistolario

Epístola a Arturo Pérez-Revertenoviembre 2019

Sr. Arturo Pérez-Reverte:

Le reconozco -y le envidio- su buen conocimiento de la Historia y, por lo general, suelo estar de acuerdo con la estrategia argumental de sus opiniones, aunque no siempre con sus conclusiones. Como otras muchas personas, he leído casi todas sus novelas y muchos de sus artículos. Por eso sé que es usted dialécticamente correoso y que tratar de ganarle un debate por escrito -hablando no me parece tan fiero- es casi una misión imposible. Pero, al igual que usted, no soy hombre que rehúya el combate de las ideas si está en juego la defensa de mis convicciones. Obviamente, dada su fama como duelista en las redes sociales (de las que me abstengo rigurosamente) y su patente de corso (hago públicas mis opiniones en un modestísimo blog), no hay partido. Pero no quiero dejar de mostrarle mis discrepancias y matizaciones con algunas cuestiones que usted planteó en su artículo No me toquen a Sócrates (publicado en XLSemanal en febrero de 2019). Porque a mí tampoco me gusta que me soben al ateniense.

Convendrá conmigo en que cuando nos referimos a Sócrates no lo hacemos al hombre -acerca del cual nuestra información es limitada-, sino al personaje histórico. Dado que no se tiene constancia de ninguna obra escrita por él, hemos aceptado que su pensamiento es el que le atribuyen otros; en particular, Platón. En lo que respecta a su papel como ciudadano de Atenas, hay que ceñirse a lo que cuentan las crónicas de la época, escritas por autores quizás más proclives a relatar gestas y epopeyas que a contar las miserias de su tiempo y de su gente. En resume, no sabemos a ciencia cierta si el hombre -Sócrates- se tomó la cicuta solamente como postura política o si, además o sobre todo, estaba hasta los mismísimos de la vida por otras razones. 

Malas lenguas dicen que su señora no se lo ponía fácil y que, paralelamente, él mismo frecuentaba un entorno de cierta “indisciplina sexual”, como lo denomina su amigo Luciano Cánfora en Sócrates o la mayoría infalible. Además, como se teatraliza de manera emocionante en Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, quizás fue una forma elegante -y con su puntito de soberbia- de demostrar a personas de su entorno su superioridad moral en la forma de entender la ciudadanía en aquel patio de monipodio que era la democracia ateniense, por mucho que la Historia lo haya querido sublimar. 

En todo caso, los devotos de Sócrates -usted y yo, entre ellos- nos quedamos con el personaje al que queremos admirar por los saberes, virtudes y gestos que se le atribuyen. Y no nos gusta que nadie lo contamine -como le ocurre a usted con Oriol Junqueras, tal y como manifiesta en su artículo-, ni que alguien se lo adjudique como si tuviera la exclusiva -como me ocurre a mí con usted-. 

A mi entender, el punto clave de la argumentación que desarrolla en su artículo para ensalzar que Sócrates optara por no huir y cumplir la sentencia de muerte que le endilgaron es que lo hizo “para demostrar que, cuando la ley es justa y democrática, en toda circunstancia está por encima del individuo”. Con todo respeto a las opiniones que usted tenga al respecto, me caben grandes dudas acerca de que Sócrates -personaje al que se atribuye una inteligencia superior a la media- pensara que las leyes de Atenas eran justas y democráticas. A mi juicio, eran para él, sobre todo, las reglas de juego de su polis, a las que él se atenía, al parecer, con todas las consecuencias (independientemente de las circunstancias vitales en las que decidió decir adiós).  

En cualquier caso, siguiendo el hilo de su argumentación, podría ponerse en discusión si la Constitución de 1978 -una de las leyes que, como usted dice, Oriol Junqueras se pasó “por el forro de los huevos”- es una ley plenamente democrática. Porque las circunstancias del tiempo en que fue redactada y aprobada no eran, ni de lejos, las adecuadas para asegurar que el pueblo (para no liarnos con el demos, me refiero a quienes podían votar en el referéndum convocado al efecto) gozaba de plena libertad e información para decidir sobre su futuro. Sobre esta materia, basta recordar el famoso ruido de sables y las manipulaciones de toda índole que han confesado a posteriori los que entonces manejaban las riendas del asunto.

En lo que respecta a si la citada Constitución del 78 y el resto de las leyes conculcadas por “Oriol Junqueras y el resto de la peña” eran leyes justas o no, habría también mucho que hablar. ¿Cómo se mide la justicia de una ley? ¿Es justa sólo por ser formalmente democrática entendida en su acepción moderna, es decir, por ser la expresión rousseauniana de la voluntad general? ¿Hay que atenerse -como hizo Sócrates- a las reglas de juego impuestas por el Estado cualquiera que sea el origen de dicho Estado y de dichas reglas? 

Permítame, Sr. Pérez-Reverte, una pregunta retórica: en Atenas, si quienes no tenían derecho a intervenir en la elaboración de las leyes y que, sin embargo, eran la mayoría de la población (los esclavos y las esclavas, los extranjeros-inmigrantes -y las ídem- y el resto de las mujeres) hubieran sacado el dedo a las decisiones que tomaban quienes asistían a la famosa asamblea ateniense -a la que, según mis cálculos, no asistía regularmente más allá del dos o el tres por ciento del total de pobladores de Atenas-, ¿se habrían pasado por el forro de sus correspondientes gónadas unas leyes que debían ser consideradas justas y democráticas?   

No es la primera vez que, ante la afirmación de un político indepe, usted invoca al filósofo ateniense para reivindicar la supremacía de la Ley por encima de cualquier otro condicionante. En Recordando a Sócrates (XLSemanal; 2014) el motivo de sus iras era la afirmación de otro político catalán (como usted no lo cita en su texto, yo tampoco lo haré), que había proclamado que “en una verdadera democracia, la voz del pueblo está por encima de cualquier ley”. Sin embargo, si se apuesta por la democracia, es peligroso separar la voluntad del pueblo (demos) de la justicia que, según usted, Sócrates otorgaba a la Ley que lo llevó a lo suyo con la cicuta. 

Porque la otra alternativa, la de pensar que el pueblo es demasiado tosco para opinar sobre la pretendida justicia de la Ley, lleva a la pregunta que planteaba el imaginario presidente Bartlet en El ala Oeste de la Casa Blanca: tras ver en televisión un reality show de esos que hacen que uno no dé crédito a que ciertos personajes existan en la realidad, entre la sorna, la perplejidad y la más democrática desolación, pregunta a uno de sus colaboradores si aquellos especímenes también tenían derecho a votar. O sea, lo que más de uno y una nos preguntamos algunas veces en nuestro caminar por el mundo tras mirar alrededor. Y no nos atrevemos a respondernos porque queremos seguir apostando por la democracia, el peor sistema político… quitando todos los demás (Churchill dixit).

Para finalizar, permítame decirle que ser un excelente escritor de historias no le convierte en el oráculo con patente de corso para interpretar en exclusiva lo que sobre Sócrates se ha escrito. Así que, por favor, no utilice usted tampoco la figura del ateniense para defender planteamientos políticos que, a lo mejor, aquel hombre no compartiría.

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