Negro sobre blanco  /  Epistolario

Epístola a Fidel Castrodiciembre 2016

Compañero Fidel:

Espero que no le parezca descarado que me dirija a usted en calidad de compañero, a pesar de nuestra diferencia de edad. Porque cuando yo nací, en 1953, usted ya andaba asaltando cuarteles al grito de “libertad o muerte”. Una consigna dramática para quien todavía no había cumplido los 27 años; y también valiente, si se tiene en cuenta que iba a poner en riesgo su propia vida en la lucha contra la opresión y a favor de la libertad de su pueblo. Y, en 1959, cuando, tras bajar de Sierra Maestra y proclamar el triunfo de la Revolución, es usted nombrado primer ministro de la República de Cuba, yo ni tan siquiera había alcanzado la edad de tener lo que entonces se llamaba “uso de razón”. A deir verdad, lo primero que oí sobre su tierra fue aquello de “más se perdió en Cuba, y debo reconocer que tenía cierta confusión sobre quién había perdido y quién ganado. Sólo más tarde empecé a escuchar que en Cuba el que mandaba era Fidel.

Poco a poco conseguí ir ubicando cada acontecimiento en su época. Y todo empezó a ser un poco más inteligible. Pero lo que durante mucho tiempo me trajo a maltraer fue la relación entre usted y la libertad. Me explico. Por aquí, a mediados de los 60, la palabra libertad resumía como ninguna otra las aspiraciones de quienes no estaban de acuerdo con el franquismo. Prueba de ello son las primeras consignas contra el régimen que llegaron a mis oídos. Fue en el Aberri Eguna o día de la Patria Vasca, que se celebra el domingo de Resurrección, en el que el grito subversivo por excelencia era la reivindicación de libertad para el pueblo vasco: ¡Gora Euskadi Askatuta! Y también en el 1 de Mayo, celebración que a usted le resultará cercana, en la que los gritos callejeros, acompañados de palmas, eran ¡li-ber-tad! ¡li-ber-tad! Mientras tanto, para mi confusión, cuando alguien hablaba de Fidel Castro en un ámbito público, se refería a usted como a alguien que había quitado la libertad al pueblo cubano (sic). Lo cual no era replicado por quienes le tenían simpatía y hablaban de usted en ámbitos privados, familiares, porque la referencia más habitual era del tipo: ¿Fidel? ¡Ese sí que tiene cojones! Pero nadie aclaraba el asunto de la libertad: si Cuba era más libre antes o después de su llegada al poder. Ni tan siquiera me quedaba claro si un cubalibre era una celebración revolucionaria o una reivindicación contrarrevolucionaria.

Le aseguro a usted que sobre este asunto no acabé de tener una opinión mínimamente coherente hasta mucho más tarde. Entretanto, su imagen y la del Che Guevara se convirtieron en iconos de nuestra juventud. Hasta tal punto que, cuando nos dejamos nuestras primeras barbas, largas y desgreñadas -¡que no son un invento de los actuales hipsters!-, nos mirábamos al espejo y nos decíamos ¡compañero!, imitando el acento cubano. La Revolución cubana era un mito. Además, recorrer la transición política española siguiendo la ruta de la reforma (con sus bondades, pero también con sus inconvenientes), hacía pensar en cómo habría sido poder romper de raíz con el régimen anterior. Como hicieron usted y los suyos. Y daba cierta envidia. Aunque los que vivieron la Guerra Civil española y, sobre todo, padecieron la cruel posguerra insistían en que, por encima de todo, no se podía volver a aquello de matarnos unos a otros.

Desde muy joven he pensado que, si uno se acostumbra a matar por las ideas, esa forma de proceder se trasmite a las siguientes generaciones y acaba siendo difícil ponerle límite. Pero también opino que, cuando un dictador somete a su pueblo, este está legitimado para rebelarse, incluso usando la fuerza. Lo difícil es saber si el pueblo respalda o no la violencia ejercida en su nombre. Por eso, cuando se logra que caiga la dictadura, es importante consultar al pueblo. Y, si el pueblo considera que ya puede expresarse con suficiente grado de libertad, no puede seguir usándose la violencia en su nombre. El pueblo tiene derecho a decidir. Aunque sepamos que es manipulable, sobre todo aquellos grupos sociales que, por su condición socioeconómica, menos acceso han tenido al conocimiento. Y aunque haya evidencias de que la democracia no es la panacea, porque puede elegir a un dictador o a una ristra de impresentables.

No hay prácticamente ningún proceso de liberación nacional o revolucionario que no haya generado muerte. Como no hay casi ningún Estado, incluidos los considerados más democráticos, que para supervivir no haya eliminado de la circulación o tratado de hacerlo a quienes podían atentar contra el statu quo. Son dislates de la naturaleza humana que, cualquiera que sea el nivel de libertad con el que el pueblo se da por satisfecho, sólo se pueden paliar mediante fórmulas para que nadie permanezca mucho tiempo ejerciendo el poder (ahí le duele, compañero Fidel). Y, al mismo tiempo, permitiendo que haya siempre estructuras de contrapoder. Porque, mande quien mande, alguien tiene que estar siempre al otro lado, enfrente, vigilante, apretando (admítame usted esta deformación de viejo sindicalista).

A menudo nos venden una libertad tramposa. Una libertad que la gente, sobre todo la más humilde, sólo puede utilizar para decir qué le gustaría ser, hacer o tener, porque no tiene recursos para lograrlo. Suele ocurrir, además, en regímenes políticos que idolatran la libertad por encima de todas las cosas, y donde esa libertad suele ser muy venerada por muchas personas que, sin embargo, no la aceptarían bajo el velo de la ignorancia. Es decir, sin tener garantizado que ellas y sus familias no iban a nacer en países pobres, en situación económica precaria y/o con problemas físicos graves. Esto lleva a pensar que no siempre las personas que no tienen nada o casi nada ponen la libertad por encima de otros logros. Y creo que este es el caso de los primeros tiempos de la revolución cubana.

Con esto de la libertad hay que andarse con luz, compañero. Porque una cosa es limitar o regular la propiedad privada o el funcionamiento de los mercados, y otra es eliminar la libertad de expresión o la libertad de información. Si un pueblo aspira a gobernarse en libertad (aunque fuera en los 60 y en latitudes donde corrían vientos poco favorables a aceptar que los pueblos fueran libres), lo primero es dejar que todos las personas, individual o colectivamente, pueda opinar sobre cualquier cosa, sin consignas preestablecidas. Pero, mientras usted ponía a Cuba en un lugar importante del mundo y hacía que varias generaciones de cubanos tuvieran acceso a lo que en justicia les correspondía, en mi modesta opinión, se le fue la mano a la hora de limitar la libertad de su gente. Porque era su propia gente, la que le aclamaba como comandante en jefe, la que quería tener más libertad, y pasar por las urnas para elegir a sus dirigentes, sin que el Partido les dijera qué tenían que hacer y decidir. El pueblo cubano también tenía y tiene derecho a equivocarse. Y a pasar página de ciertos dogmas de la Revolución, que ya se le han hecho viejos.

¿Cuándo y porqué se produjo su cambio de planteamiento? ¿Cuándo decidió que no iba a cumplir el pacto al que llegó con sus compañeros de guerrilla en Sierra Maestra para celebrar elecciones libres y entregar el poder a quien las ganara? ¿Les engañó a todos desde el principio o cuando llegó al poder pensó que no podía fallar a los más humildes, que nunca iban a ganar unas elecciones? ¿O fue la necesidad de posicionarse en la guerra, más o menos fría o caliente, que ya estaba declarada entre los vecinos yanquis y los soviéticos? Y cuando la URSS desapareció -¡hace ya muchísimo tiempo!-, ¿todavía pensaba usted que los yanquis acabarían con todo? ¿que el pueblo cubano, después de generaciones de formarse en la revolución, no iba a ser capaz de distinguir entre lo que le convenía y lo que no?

Reconozco que las respuestas a estas y a otras muchas preguntas que han quedado sin respuesta no son ni sencillas ni inmediatas. ¡No me extraña que sus discursos para tratar de explicar sus opiniones y sus posiciones políticas duraran tanto tiempo! Y no lo digo con sorna, compañero, sino desde el máximo respeto a su interés por argumentar. Le aseguro que le hubiera escuchado con gusto. Incluso no estando de acuerdo con usted. Porque no siempre la bondad del fin que se persigue garantiza la idoneidad de los medios usados para tratar de conseguirlo.

Para terminar, reciba la despedida afectuosa de quien piensa que, como todo el mundo, hizo usted cosas buenas y malas. Y como ya anda usted metido en asuntos escatológicos, me permito añadir un poco de humor. Hay muchísimas leyendas y chistes protagonizadas por usted. No ha sido fácil elegir un relato. Quizás este, que hace tiempo me contó un compañero que le admira, explica la forma en que, entre palabras y más que palabras, se acaba no sé si convenciendo o venciendo a cualquiera.

"Se encontraba Fidel dando un discurso en La Habana, en la Plaza de la Revolución, cuando un señor grita : "¡Tengo hambre!”. Fidel, sorprendido, mira a todos los lugares, no ve al hombre, y sigue su discurso. De pronto, se vuelve a escuchar la misma voz: "¡Tengo hambre!". Fidel, enojado, llama a Seguridad del Estado y les dice que hay un tipo gritando que tiene hambre, que lo agarren y lo lleven a su oficina. Fidel sigue hablando: "Porque el Imperialismo yanki es el culpable...", y el tipo vuelve a gritar. Pero esta vez lo agarran y se lo llevan.

Cuando llega Fidel frente al tipo le dice: “Compañero, así que es usted el que está gritando que tiene hambre”. El hombre le contesta: “Comandante Fidel, es que hace cuatro días que no como nada y ya no puedo más del hambre”. Y Fidel: “Muy bien. A ver si es verdad”. Se lo lleva a la cocina y le dice: “Ahora abre el refrigerador y te tomas un litro de agua. Completico”. El tipo le obedece y se toma el agua. Y Fidel sigue: “Ahora te tomas otro litro de agua; y no protestes”. El hombre lo mira, asustado, y se toma el segundo litro de agua. Y Fidel insiste: “Muy bien, compañerito, ahora te tomas el tercer litro de agua, porque si no…”. El tipo ya no podía más, pero se acaba tomando el agua.

Fidel abre entonces otro refrigerador lleno de comida de todo tipo, riquísima, y le dice al hombre que se coma todo lo que quiera. El tipo, que no podía casi ni hablar por tanta agua que había bebido, le dice que no, que no quería comer nada, porque ya estaba lleno. Y Fidel le dice: “Ves, compañero, tu no tenías HAMBRE; lo que tu tenías era SED”.

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