Negro sobre blanco  /  Epistolario

Epístola a l@s Kutxabanker@sagosto 2017

Una de las primeras adhesiones institucionales de las que fui consciente siendo todavía un niño fue la de tener una cartilla en una de las cajas de ahorros que había en Gipuzkoa: la Provincial y la Municipal de San Sebastián. Cuando empecé a trabajar fue algo natural cobrar mis primeras nóminas a través de una cuenta corriente de una de esas cajas y también firmar con ella la hipoteca para comprar mi primer piso. Luego, cuando fui generando pequeños ahorros, me producía buena sensación pensar que, a través de mi caja de ahorros, colaboraba en la financiación de los proyectos de otras personas y de la sociedad guipuzcoana en general.

Seguí con cercanía la fusión entre la CAM y la CAP. La Kutxa pasó a ser mi caja de ahorros de siempre y, a nada que lo hiciera razonablemente bien, para siempre. Luego, al parecer, dirigentes de la nueva caja pensaron que limitarse a recoger los ahorros de los y las guipuzcoanas y financiar con ellos proyectos de la comunidad no era suficiente. Y con la excusa de que había que pensar a lo grande, se produjo la unificación de las cajas vascas. 

Uno -que es giputxi y de ascendencia navarra- siempre vio el asunto con escepticismo. Sobre todo acordándome de que en una ocasión, en el fragor de una negociación sindical, José María Makua, el que fuera Diputado General de Bizkaia, me mostrara una peseta -¡todavía estábamos en aquella época!- y me dijera que el 51% era suyo (sic). La guinda fue que, para seguir la moda de los nuevos y muy neoliberales tiempos, mi caja de ahorros de toda la vida acabara convertida en un kutxabanko, es decir, en un banco con vocación de ser como los demás, por mucha K del país que se le ponga.

Por supuesto, está el argumento de que la Obra Social sigue siendo guipuzcoana y tal. Pero este asunto ya quedó lidiado por mi parte cuando defendí, sin éxito, “un cambio en la obra social de Kutxa: dejar de financiar proyectos asistenciales”, por la sencilla razón de que “deben ser atendidos desde las administraciones públicas”. El argumento se completaba propugnando “utilizar esos fondos para financiar, entre otros, proyectos deportivos que no necesariamente deben ser rentables desde el punto de vista publicitario” (La financiación del deporte guipuzcoano y la Kutxa; EL DIARIO VASCO, 1991).

En coherencia con lo expuesto, hace años que vengo dándole vueltas a si existe alguna razón para seguir siendo cliente de Kutxabank, cuando lo que percibo en la entidad es la misma actitud y aptitud o falta de ellas que, según las informaciones que me llegan, existe en los demás bancos que nos rodean. Con un matiz importante: la que antes consideraba, a pesar de todos los pesares -que los había- mi caja de ahorros, ahora ya no es, ni de lejos, mi kutxabanko.

Si, además, hacen pifias -no demasiado grandes, pero suficientes como para que queden al aire sus vergüenzas organizativas-, se me acrecientan las ganas de largarme a otra parte con mis pequeñísimas finanzas. Porque uno se harta de las chapuzas que le van tocando y, según va desapareciendo el antiguo consuelo de que, al fin y al cabo, se contribuía al bienestar de la comunidad, también se van perdiendo las ganas de intentar sobrellevar el escarnio con buen talante.

El objetivo de esta epístola es tratar de evitar que se cometan errores evitables con clientes que no tienen ni tiempo ni ganas para expresar públicamente su protesta; y, al tiempo, hacer saber a l@s mandamases kutxabanker@s que, ahora que lo que antes era mi caja es sólo un banco más, el único motivo para seguir siendo clientes es que nos traten bien. Que es lo que nos merecemos, por exiguos que sean nuestros ahorros.

Es obvio que no es cuestión de resolver el asunto de la frustración que genera el muy mejorable funcionamiento de Kutxabank echando la culpa a algunas personas por haber hecho mal ciertas cosas o a otras por no haber sido capaces de remediarlo. Tampoco merece la pena especular sobre si los errores son atribuibles a meros fallos humanos (que siempre existen y pueden entenderse y hasta aceptarse con las correspondientes dosis de paciencia) o son, sobre todo, producto de la inexistencia de un método de trabajo mínimamente adecuado (aquí el error ya empieza a tener rango de jefes y la cosa podría tener mayor interés).

Pero, en cualquier caso, produce una tremenda frustración y decepción que tras los aires de supuesta modernidad y pretendida grandeza del kutxabanko sólo esté la parte alícuota del cóctel de mediocridad y prepotencia que emana del conjunto del sistema bancario. Dicho lo cual, hay que confesar que, después de casi toda una vida, da pereza (que quede claro que he dicho pereza y no pena) cambiar de caja, banco o lo que quiera que pretenda ser Kutxabank. Porque ganas dan. Y muchas.

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