Negro sobre blanco  /  Escritos de un sindicalista

1978, el año en que aprendí a negociar2014

Ante el maremágnum de acontecimientos sociales y políticos que se desencadenaron tras la muerte del dictador, me era difícil imaginar que alguna persona joven y con energía pudiera conformarse con ser un mero espectador. Al menos yo no iba a serlo. En 1977 me afilié en ELA… En 1978, en las primeras elecciones sindicales de la transición, fui elegido delegado sindical... En ese mismo año 1978 me propusieron ser “liberado” de ELA.” (Breve historia de la vida pública de jga).


Panorama del País Vasco de 1978

En 1978 todavía no se había reinstaurado el concierto económico en las “provincias traidoras”, que en la terminología franquista es como eran denominadas Gipuzkoa y Bizkaia. Por su parte, Araba y Navarra habían mantenido su estatus económico foral porque el dictador consideró que sus fuerzas vivas habían apoyado con suficiente ardor su rebelión armada contra la legalidad de la II República. El concierto económico vasco -pieza clave de la autonomía real de Euskadi- no llegaría hasta 1981, como corolario del Estatuto de Gernika de 1979, que se tramitó de acuerdo al modelo de Estado Autonómico previsto en la Constitución, que entraría en vigor justo antes de comer las uvas de ese año, el 29 de diciembre.

Esto significa que en ese año 1978 todavía había en cada provincia un Gobernador Civil, con las competencias pretorianas asignadas al cargo por el régimen franquista, y también que, excepto en pueblos en que los partidos políticos iban organizando “gestoras”, los alcaldes y los diputados forales eran todavía los que habían sido designados a dedo por el Gobierno de Madrid (las primeras elecciones municipales no se celebraron hasta 1979).

En el País Vasco de 1978 no existía todavía policía autónoma (la Ertzaintza no empezaría a funcionar hasta mediados de los 80), y las entonces denominadas fuerzas de orden público, lejos de estar sometidas al imperio de la ley, campaban a sus anchas, y seguían siendo percibidas por una mayoría de la población como un símbolo de la dictadura; su presencia no sólo no generaba sensación de seguridad sino que resultaba inquietante y, en consecuencia, el ¡Que se vayan! era eslogan habitual en cualquier manifestación popular.

Por supuesto, tampoco conviene olvidar que, ignorando olímpicamente que la mayoría de trabajadores/as y miembros de las clases populares estábamos eligiendo a sindicatos de clase y a partidos políticos como vehículo para representar nuestros intereses y aspiraciones, las diferentes facciones de ETA se aprestaban a -en el mejor de los casos- amargarnos la vida durante las siguientes décadas.

Hay que recordar también que en 1978 todavía no existía el divorcio -la primera ley no se aprueba hasta 1981-, el aborto era delito -no se despenalizó hasta 1985- y hubo que esperar hasta fin de año para que, con la entrada en vigor de la Constitución, las mujeres y los hombres fueran iguales ante la Ley, al menos formalmente.

Libertad sindical

Durante la dictadura, toda persona que trabajaba estaba obligada a estar afiliada a la Organización Sindical de la Falange, impuesta por el régimen franquista como sindicato único vertical (pertenecían al mismo tanto asalariados/as como patrones). En su libro “Las relaciones laborales en Euskal Herria. Apuntes históricos y análisis de su evolución desde la transición política” (Manu Robles-Aranguiz Institutua, 2002), José Miguel Unanue señala que “Con la aprobación el 1 de abril de 1977 de la Ley de Regulación Sindical, que permitió la legalización de las organizaciones sindicales, y con el Real Decreto Ley de junio de ese año, que suprimió la sindicación obligatoria, quedó restablecida la libertad sindical en el Estado español. Desde el decreto de Franco del 21 de abril de 1938, que suspendió este derecho, hasta la ley que permitió, de nuevo, la legalización de las organizaciones de los trabajadores, habían transcurrido 39 años…”.

Y, respecto a las primeras elecciones sindicales celebradas en 1978, añade que se realizaron “con un alto grado de improvisación y falta de transparencia y control…”, aunque “los resultados… sirvieron para despejar… la confusa situación sindical existente tras los casi cuarenta años de clandestinidad”.

Contexto económico

El tratamiento que los gobiernos del Estado español han dado a la crisis actual y la consiguiente caída de la demanda interna han hecho que se abra la posibilidad de un proceso de deflación. Y aunque no deja de ser una paradoja que también una bajada sostenida de los precios sea mala para la economía, que el actual nivel de variación del coste de la vida se mueva en unos números exiguos (el objetivo fundacional del Banco Central Europeo es que la inflación no supere el 2%) sirve para poner de relieve la situación del año 1978. En aquel año, la referencia era el aumento de precios en 1977, que había sido, nada más y nada menos, que del 26,4%.

Los manuales de economía e historia política señalan que el aumento del precio del petróleo, por un lado, y la prioridad otorgada al cambio de régimen político, por otro, habían dejado la economía española hecha unos zorros. Para hacer frente a la situación, el Gobierno del Estado puso sobre la mesa los Pactos de la Moncloa: un plan de estabilización económica en toda regla, uno de cuyos ejes era que los salarios no debían subir por encima del 22%, argumentando que esa era la inflación prevista para 1978. Llegar y besar el santo: casi no habíamos empezado a negociar convenios colectivos y ya nos quisieron colar que las negociaciones salariales debían tomar como referencia la inflación prevista y no el aumento de los precios desde la última subida salarial. Que lo trabajadores bajaran su poder adquisitivo formaba parte de “su” solución. O sea, como siempre.

Aprender a hacer sindicalismo

Al comenzar 1978 mi bagaje sindical se limitaba a haber reivindicado alguna cosilla en el colegio en que trabajaba y a tomar parte en reuniones y asambleas de enseñantes en las que lo específicamente laboral quedaba a menudo demasiado diluido en debates demasiado conceptuales y poco prácticos. En una reunión que acabó resultando clave para mi devenir en el sindicalismo, un grupo de militantes con más historia sindical que la mía me eligió como responsable del sector de la enseñanza de ELA en Gipuzkoa. Según una de esas personas me confesó después, decidieron asignar la tarea al nuevo porque parecía más interesado en asuntos estrictamente laborales y en aumentar la afiliación a ELA que en especular sobre lo difícil y distinto que era hacer sindicalismo en la enseñanza.

El bautismo negociador me llegó, curiosamente, con las autoescuelas, que en aquel momento estaban laboralmente reguladas por la “ordenanza laboral de la enseñanza”. Según Pilar Varas García (1993), la ordenanza laboral era “una regulación fundamentalmente sectorial de condiciones de trabajo… cuya existencia responde en su origen a la ausencia de la autonomía colectiva en el sistema jurídico establecido por el régimen franquista… un tipo especial de reglamento laboral, integrado por un conjunto sistemático de normas establecidas por el Estado… para regular “las condiciones mínimas” de un sector profesional….” 

Alguien había decidido en su momento que “las condiciones mínimas” en las autoescuelas estuvieran reguladas en la misma ordenanza que el resto de las actividades de enseñanza (estaban todas recogidas en el mismo librito) y, por tanto, el devenir laboral de las autoescuelas estaba en el ámbito que era de mi incumbencia.

En consecuencia, me encontré inmerso en un conflicto laboral de verdad: reuniones y asambleas en las que se hablaba de horarios de trabajo, de salarios, de horas extras, de convenios colectivos, de pactos de empresa… y de huelga. Un curso completo de negociación colectiva  para un profesor de matemáticas y física con vocación de militante sindical, que trató de colaborar con aquellos trabajadores y trabajadoras que se batieron el cobre hasta conseguir su convenio colectivo tras 71 días de huelga.

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