Negro sobre blanco / Escritos de un sindicalista
Utopíasdiciembre 2023
El diccionario en línea de la RAE recoge dos acepciones para el término utopía. La primera, “plan, proyecto, doctrina o sistema ideales que parecen de muy difícil realización”, es a la que hacen referencia quienes consideran que la generalización de la jornada laboral de 32 horas semanales hace inviables las empresas de ciertos sectores de la economía. La segunda, “representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”, es la que tienen en mente quienes piensan -pensamos- que los adelantos científicos y tecnológicos que caracterizan nuestro tiempo deben tener un impacto directo en la mejora de la vida de las personas, para poder ser considerados como un avance de la humanidad.
A estas alturas de la historia, nadie que viva en el mundo real pone en tela de juicio la existencia de un grado razonable de mercantilización de la economía, ni tampoco la necesidad de que los poderes públicos democráticos regulen las reglas de juego de ese mercado. Y una de esas reglas de juego, básica para poder hablar de una economía vinculada al bienestar del conjunto de la sociedad, es que los salarios y, en general, las condiciones de trabajo de quienes son empleados/as por cuenta ajena y trabajadores/as autónomos/as de verdad (es decir, los/as que no tienen contratados/as otros/as trabajadores/as) permitan una vida personal y familiar digna.
La cantinela de que disminuir la jornada de trabajo va en dirección contraria a la supervivencia de las empresas y, por tanto, al pleno empleo es tan antigua como la invención del capitalismo. Y en estos momentos eleva interesadamente su volumen para contrarrestar el peso dialéctico de una obviedad: cualquier alternativa de fondo para lograr el pleno empleo pasa por una rebaja sustancial del número total de horas de trabajo. Rebaja que deberá ir acompañada, siguiendo la lógica de nuestro tiempo, por un reparto de esas horas en jornadas que permitan pautas de conciliación familiar compatibles con el irreversible desembarco de las mujeres en el mercado laboral, en condiciones de igualdad plena con los varones.
El reto para llevar a la práctica esta utopía -entendida en la segunda de las acepciones- es cómo hacerlo sin recurrir a opciones demasiado simples. Se equivocarán quienes pretendan llevarlo a cabo implantando, con carácter general, una jornada de ocho horas semanales durante cuatro días a la semana. Es el momento de buscar soluciones imaginativas y que aquellos/as empresarios/as que defienden postulados funcionalistas -y que, por tanto, propugnan que en la sociedad solo se ejercen aquellas funciones que realmente son necesarias- sean coherentes y aboguen a favor de que todos los empleos que corresponden con cualesquiera de esas funciones, sin excepción, sean recompensados de forma suficiente (hagan un breve repaso mental de los empleos con peores condiciones de trabajo y salariales que conozcan y sabrán a cuáles estoy haciendo referencia cuando hablo de no hacer excepciones).
Quien simplemente lo entienda como una utopía -en su primera acepción- quedará fuera del devenir de la historia. Sobre cómo funciona la historia, cuando me iniciaba en el sindicalismo, alguien me contó una versión, basada en el intercambio de pareceres entre los representantes de la patronal y de los sindicatos de la, entonces y ahora, mayor economía de Europa, la alemana. La conversación se produjo en un tiempo en el que nadie ponía en duda que la mejor forma de soslayar los caminos revolucionarios para alcanzar la utopía era que la clase trabajadora obtuviera en el reparto una parte sustancial del pastel económico. Ante las reivindicaciones del sindicalista, el representante de la patronal esgrimió como argumento que la vaca -la economía- no daba para más; la respuesta del sindicalista fue clara y contundente: si la vaca no daba para más, habría que cambiar de vaca.
No hubo ninguna revolución, así que la vaca sí que daba para satisfacer las reivindicaciones de bienestar económico y social, demostrando que no eran una utopía irrealizable. Las de ahora tampoco lo son. Pero si alguien vuelve con la excusa de que la vaca no da para tanto, igual hay que pensar seriamente en que la única alternativa es volver a hablar de la utopía de la revolución.