Negro sobre blanco  /  Las tesis del aitona

Decisiones, culpas, arrepentimientosjulio 2015

La vida nos invita o nos obliga a tomar decisiones continuamente. En muchos casos, el asunto sobre el que hay que decidir es poco relevante, y elegir una u otra de las posibles opciones no tiene gran trascendencia. En otras ocasiones, es ineludible tomar decisiones sobre cuestiones que, al menos a priori, entrañan cierto grado de trascendencia para nuestra vida (para la pública, para la privada y/o para la secreta), incluso si la opción final resulta ser no adoptar ninguna decisión (lo cual es una forma de decidir bastante habitual).


Para valorar la relevancia que tiene una decisión cada persona pone el acento en una o en varias de las características del asunto sobre el que debe posicionarse. En ¿Una solución, una buena solución o la mejor solución? se reflexiona sobre cómo graduar las alternativas existentes ante la toma de decisiones relacionadas con la solución a un problema y su relación con variables como el tiempo y el coste económico.

Pero hay también otros aspectos de la toma de decisiones, quizás menos analíticos y más emocionales, sobre los que me atrevo a realizar algunas afirmaciones que me han inspirado de manera recurrente en momentos en los que había que decidir sobre actuar o no actuar, sobre ir en una u otra dirección o sobre si el envite realmente merecía la pena.


Una persona se arrepiente, sobre todo, de lo que no ha hecho.

Debo admitir que es una afirmación realizada a caballo entre la reflexión racional y la experiencia vital pura y dura (que, a menudo, se desarrolla con menos racionalidad que la que sería deseable y de la que se presume).

En cualquier caso, está formulada desde la convicción de que la peor opción ante una decisión sobre hacer o dejar de hacer es que el miedo a equivocarse en la elección lleve a la persona a no atreverse a ser protagonista de una experiencia interesante que la vida le propone.

Es incuestionable que la prudencia es una virtud (quizás demasiado escolástica) y que es recomendable andar por la vida sin meter la pata demasiado, pero también conviene tener en cuenta que -salvo mejor opinión en contrario- la vida sólo se vive una vez y que, con el paso del tiempo, uno suele acabar arrepintiéndose más de aquello que podía haber hecho y no hizo, que de aquello que hizo y no salió bien.

En el primer caso, el asunto se convierte en una asignatura pendiente que es muy posible que no se vuelva a tener la posibilidad de cursar; en el segundo caso, cabe una probabilidad razonable de que la experiencia haya servido para aprender y que, con el paso del tiempo, se logre equilibrar el balance de lo aprendido y el coste pagado por ello.

En todo caso, es importante subrayar que debe tratarse de algo que uno puede hacer realmente. No se trata de vivir en una permanente ensoñación que lleve a plantearse proyectos poco o nada factibles y, para colmo, sentirse frustrado por no poder realizarlos.


Tomar una decisión siempre implica renunciar a algo.

Salvo que una persona sea obligada mediante el uso de algún tipo de violencia -que no tiene por qué ser necesariamente física-, no se me ocurre ninguna situación o circunstancia razonablemente relevante en que tomar una decisión no implique renunciar a tomar otra decisión en una dirección diferente. Si en un determinado momento una persona decide hacer algo, siempre renuncia a hacer otra cosa distinta, aunque sólo sea a no hacer en ese momento lo que ha decidido a llevar a cabo.

La renuncia es inevitable, excepto que se tenga una certeza razonable de que la otra opción, la no elegida, queda en barbecho y va a estar todavía disponible cuando finalice la ejecución de la primera opción. Aunque incluso en ese caso siempre serán diferentes las circunstancias en que se afronte la realización de la opción pospuesta. Y también será distinta la persona después de la experiencia de haber llevado a cabo la primera opción elegida (al respecto, recuérdese la reflexión de Heráclito sobre el fluir continuo de la vida, que Platón convirtió en parábola al afirmar que ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río, ya que en el intervalo entre ambos baños habrá cambiado el río y, sobre todo, el bañista).


Cuando se toma la decisión de hacer algo, lo mejor es sentirse culpable de lo que se hace y de sus consecuencias.

Hay un dicho popular que dice “que mala es la culpa que no la quiere nadie”. La afirmación tiene su lógica habida cuenta de que la mayoría de las veces que se utiliza la palabra culpa suele hacerse con una connotación negativa, con regusto a chapuza o a pecado (sic).

Sin embargo, aunque hay otras formas más amables para hacer referencia a ser causante de algo y de lo que de ello pueda derivarse, me parecen demasiado puritanas y, por lo general, asociadas a ser considerado un buen chico o una buena chica (lo que, frecuentemente, queda a expensas de la opinión más o menos arbitraria de los demás).

Ser culpable -para lo bueno y para lo menos bueno que resulte de la decisión tomada- me parece la mejor forma, rotunda e inequívoca, de asumir que hemos decidido hacer lo que se nos ha metido entre ceja y ceja. Si se quiere vivir la vida con pasión -y de otra forma no merece demasiado la pena-, hay que ser culpable... y mojarse hasta en los charcos.

Al respecto de estas afirmaciones, viene al caso recordar que en la relación de derechos que los seres humanos hemos ido recopilando a lo largo de nuestra singladura echo en falta al menos tres: los derechos a equivocarse, a contradecirse y a rectificar. Probablemente no se han catalogado porque son tan consustanciales con la condición humana que no necesitan ser reconocidos explícitamente (Asientos con ventanilla).

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