Negro sobre blanco  /  Las tesis del aitona

El alimento de la (in)conscienciaseptiembre 2018

Desde la distancia que posibilita la tecnología y sin atenerme demasiado ni al ritmo ni a las pautas marcadas por quienes dirigían el cotarro, he seguido un curso de Escritura Creativa (sic). Dado que me causaba cierta desazón el adjetivo elegido para calificar la escritura en la que se pretendía adiestrar a l@s cursillistas, para tener claro el alcance del término acudí al diccionario de la RAE, según el cual es creativo aquello que posee o estimula la capacidad de creación, invención, etc., y al María Moliner, que dice que se aplica a las cosas que estimulan la creatividad.

Mi inquietud era debida a que, en consonancia con su denominación, el curso no pretendiera, sobre todo, ayudar a quien desea escribir a expresar con precisión y claridad lo que quiere decir. Y, en efecto, como pude comprobar, el objetivo del aprendizaje era escribir de forma que cada lector/a pueda crear algo propio a través de la lectura de lo escrito. Dicho de forma más sintética y supuestamente vanguardista: se trataba de confeccionar textos performativos o, si se prefiere, susceptibles de promover transformaciones en quien los lea.

Debo confesar que cuando escribo mi propósito suele ser menos pretencioso. Tanto si se trata de un relato -género en el que soy un neófito- como de un texto de otra índole, mis objetivos básicos son: expresar correctamente lo que quiero decir y lograr que quien lo lea lo entienda y, a ser posible, se sienta interesad@ por lo escrito. A partir de ahí, que el texto convenza o influya es, en todo caso, una consecuencia. Y si quien escribe es, por ejemplo, un lobo estepario (como diría Herman Hesse), escribirá como tal, y no necesariamente con conciencia de ser un elemento indisociable de una comunidad, como reclaman quienes propugnan que la escritura debe ser deliberadamente creativa, performativa o transformadora.

Durante el curso en cuestión, no sólo me he planteado el reto de redactar algunos textos (la tetralogía Memorias de un hijo póstumo) que probablemente nunca hubiera escrito de no haberse dado esta circunstancia, sino que también he aprendido algunas habilidades para conseguir expresarme mejor. En realidad, cuando se dedica tiempo a escuchar opiniones bien argumentadas (se compartan o no), a leer textos bien escritos (gusten más o gusten menos) y a esforzarse en escribir, siempre se aprende (y, por cierto, no hay nada más transformador que aprender).

Sin embargo, enmarcada en el contenido del curso, he leído una máxima que ilustra la orientación de las enseñanzas impartidas y que no comparto en absoluto. Se trata de la siguiente frase lapidaria: “El problema viene a la hora de decidir qué leer en un momento donde el circuito literario está dirigido no por la idea de la literatura como experiencia, que sin duda lleva implícita la consciencia, sino por la idea de la lectura como entretenimiento, es decir, una forma de alimentar la inconsciencia”.

En mi opinión, la lectura que no entretiene aburre (en particular, si se trata de una narración). Y si aburre, no merece la pena dedicarle tiempo (que, como todo el mundo sabe, es el sustrato sobre el que se desarrolla la vida y, por tanto, un bien escaso). Un ejemplo es la obra que se proponía en el curso como lectura obligada: Matadero 5 de Kurt Vonnegut, publicada en 1969. En opinión de algún@s, una obra maestra; en la mía, un relato que no engancha. Consigo acabar casi cualquier libro que empiezo y es muy posible que la citada obra gane bastante en su versión original, pero entiendo que una persona participante en el curso comentara en el foro que, a lo largo de su vida, lo había intentado leer varias veces y no había sido capaz de terminarlo.

Y si a una persona un texto no le parece interesante, apuesto a que no le va a resultar performativo. Por el contrario, si alguien lee un texto con interés, sea cual sea el formato y la intención de lo escrito, siempre será posible que ese/a lector/a se transforme: por el influjo de lo leído y/o por otros hechos o pensamientos que le han acaecido mientras leía (no hay nada más difícil de demostrar que una relación de causalidad). Afirmar que el entretenimiento que proporciona la lectura es alimento para la inconsciencia es propio de quienes pertenecen a una élite divina, de la cual las musas nunca me van a invitar a formar parte. Deo gratias.

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