Negro sobre blanco / Opinatorio
La inteligencia de los cerebrosmayo 2023
“Cuando a finales de los sesenta llegué a la Universidad de Deusto había dos joyas de la corona: el hermano Garate, exportero de la finca beatificado, caso único en el mundo y, la otra, el por todos conocido como el «Cerebro Electrónico». Ocupaba toda una habitación de considerables dimensiones y en la que hacía un frío del carallo, porque el monstruo no podía estar a temperatura ambiente. Funcionaba con unas cartulinas agujereadas y hacia un ruido del demonio, pero, según decían, era capaz de hacer cosas prodigiosas” (Álvaro Reizábal, 7-4-23, Del cerebro electrónico al ordenador cuántico, www.naiz.eus).
A principios de los años 70 del siglo XX, cuando era estudiante de Ciencias Físicas, la facultad compartía espacio con su hermana mayor, la Escuela Superior de Ingenieros Industriales, ambas de la Universidad de Navarra y ubicadas en San Sebastián. Los primeros cursos de ambas disciplinas se cursaban en el edificio que hoy es el centro cultural Koldo Mitxelena Kulturunea. Y allí estaba instalado un Centro de Cálculo, que también tenía lo que en aquellos tiempos era un ordenador potente -y de enorme tamaño-, al que solo el alumnado más neófito hubiera osado llamar “cerebro electrónico”.
Probablemente la razón de que no se utilizara esa denominación -que era habitual en el lenguaje popular de la época- es que, en los cursos superiores, había una asignatura, Automática, cuyo profesor advertía a los/as alumnos/as que podíamos llamar al artefacto como más nos gustara, pero jamás de los jamases debíamos referirnos a él como cerebro electrónico. El argumento para la tajante prohibición era concluyente: aquello no era un cerebro ni nada pensante que se le pareciera, sino un ordenador al que, en aquel momento, como bien señala Á. R., había que dar órdenes a través de tarjetas perforadas.
En contra de los sabios argumentos de nuestro profesor de Automática, hace tiempo que se ha puesto de moda, incluso en el ámbito académico más conspicuo, denominar Inteligencia Artificial a lo que ahora hacen artefactos infinitamente más potentes que aquellos, pero que, al fin y al cabo, siguen siendo solo ordenadores a los que hay que decirles qué tienen que hacer. Claro que, si se acepta que se llame IA a lo que logran hacer esos nuevos monstruos, igual deberíamos recuperar para ellos el nombre de cerebros electrónicos, que hace medio siglo asumimos como inadecuado y hasta ridículo. Como dice Daniel Innerarity (DV, 30-4-23), “si la llamada inteligencia artificial hiciera lo que hace el cerebro humano”, habría motivos tanto para estar exultantes como para inquietarse, pero “lo cierto es que son dos potencias que, pese a su nombre, se parecen bastante poco y colaboran más que compiten”.
En cualquier caso habrá que darle unas vueltas a las denominaciones porque, si se cumplen las expectativas que la ciencia y la tecnología tienen puestas en los ordenadores cuánticos, tendremos que inventarnos nuevos superlativos para denominar a los nuevos supercerebros y a su previsible superinteligencia. Por cierto, está previsto que el segundo ordenador cuántico de Europa y sexto del mundo se instale en Donostia y, aunque a Á. R. no le guste la ubicación prevista y siga siendo de “letras”, seguro que en el fondo se siente orgulloso, porque él también es donostiarra.