Negro sobre blanco  /  Opinatorio

La rubias fronteras de la corrupciónmayo 2017

Dejémonos de chorradas: todo el que ha estado en el núcleo duro de una organización sabe poco más o menos cómo se financia el tinglado. Y sólo después de aceptar este postulado hay lugar para algunos matices. El primero sería que, si alguien que está en la dirección de una organización dice que no sabe nada sobre su financiación, estamos ante un/a mentiroso/a o ante un/a tonto/a del haba (entiendo que lo de ir llamando persistentemente la atención sobre la existencia de artistas de ambos sexos es poco ágil y nada literario, pero en este caso es de obligado cumplimiento evitar las elipsis).


Hay muchos/as cargos públicos y militantes de organizaciones políticas de los/as que puede proclamarse su honradez, siempre y cuando la definamos en términos de no llevárselo crudo. Porque si nos atenemos a lo que dice el diccionario de la RAE, para el que honradez es “rectitud de ánimo” e “integridad en el obrar”, habría que matizar si son muchos/as los/as honrados/as o hay que dejarlo en bastantes menos.

El motivo para la rebaja del número de honrados/as es perentorio: puede que muchos/as o, si se prefiere echar por arriba, la gran mayoría no hayan robado, pero no creo que haya tantos/as que no sean capaces de calcular o cuando menos intuir que la financiación legal de su organización no da para ciertos niveles de fasto y de gasto. Porque si no son capaces de calcularlo o intuirlo, habrá que pensar que se trata de los/as tontos/as del haba ya mencionados/as, que seguro que los/as hay, pero que es impensable que sean tan numerosos/as.

No obstante, la coartada de ser o hacerse el tonto o la tonta deja de tener consistencia si hace tiempo que los medios de comunicación -o, incluso, los tribunales de justicia- vienen pregonando a los cuatro vientos lo que pasa en su organización y se ha optado por permanecer callado/a, como rata que no quieren abandonar el barco. En ese caso, queda claro que lo que realmente se desea es seguir disfrutando de la fiesta del poder o, al menos, de estar en la pomada por conseguirlo. Quienes así actúan deben asumir sin ambages que no son tontos/as, sino que se lo hacen. Aunque quizá sería más apropiado decir que “se hacen las rubias” (sin que en esta figura quepan matizaciones de género).

A quien pretenda quedar fuera de toda sospecha de corrupción política no le basta con decir, ni siquiera con demostrar fehacientemente, que no ha robado para su bolsillo particular, sino que también deberá convencer a la ciudadanía de que no se ha enterado de que otros/as lo hacían. Pero, así y todo, quien pertenece al círculo de poder de una organización política tiene muy difícil hacer creer que no sabía que su organización se financiaba de forma no legal. Y, por tanto, es poco probable que no sea tildado/a de haber mirado hacia otro lado.

Además, ser dirigente o candidato/a de una organización política y no (querer) saber cómo se financian las campañas electorales es, lisa y llanamente, aceptar que se está de acuerdo con la posibilidad de hacer trampas en el juego político (o, como suele decirse, concurrir “dopado” a la competición electoral). Y, si eso no es ser corrupto/a, cuando menos es ser tramposo/a. Porque la excusa de decir que, en una u otra medida, todas las organizaciones lo hacen, sólo es una burda falacia para tratar de poner fronteras entre la corrupción y la trampa y, como subterfugio, ocultarse en la falsa inocencia del tontolabismo. A decir verdad, a estas alturas uno ya no sabe si pensar que esto está saturado de corruptos/as, de tramposos/as, de tontos/as del haba o de rubias.

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