Negro sobre blanco  /  Opinatorio

Ratones y monosfebrero 2021

La carrera de las vacunas para combatir la Covid-19 empezó el 10 de enero de 2020, antes incluso de que supiéramos la que se nos venía encima. En efecto, como señala en su reportaje Manuel Ansede (EL PAÍS, 22-1-2021), en esa fecha el virólogo chino Yong-Zhen Zhang puso a disposición de la comunidad científica la secuencia genética del coronavirus que ya estaba causando estragos en Wuhan. En esa carrera, tiene toda la pinta que las vacunas españolas van a llegar “fuera de control” (para los poco aficionados al ciclismo, es el término que se aplica a quienes, en una etapa, tardan tanto en llegar a la meta que quedan fuera de la competición). Entre los factores que motivan ese perentorio retraso, hay uno que llama especialmente la atención.


Al parecer, en cabeza de las vacunas españolas contra el coronavirus está la promovida por un grupo de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sus responsables han señalado que las tribulaciones para sacar adelante el proyecto se deben a factores que, fatalmente, son bien conocidos por la opinión pública: la ausencia de una mínima estabilidad laboral de los hombres y mujeres que se dedican a la investigación, la ramplonería casi absoluta de los presupuestos económicos con los que deben realizar su trabajo o, en el caso que nos ocupa, las pocas empresas que en el estado español están en el mercado de la producción de vacunas. Pero hay un cuarto elemento que dificulta la investigación y que, cuando menos, resulta curioso para quienes no conocemos de cerca la vida de los laboratorios en los que se realizan este tipo de proyectos: la falta de animales para llevar a cabo la experimentación. 

No es que la cabaña española esté en una situación especialmente precaria, sino que, para los menesteres que quienes investigan se traen entre manos, hacen falta animales diseñados al efecto. Los primeros protagonistas necesarios son los ratones. Pero no unos cualesquiera, sino aquellos a los que se les han modificado los genes para que puedan ser infectados por el coronavirus, de forma que pueda comprobarse que los que reciben la vacuna resisten los embates del virus. El problema es que por estas latitudes no se fabrican ese tipo de ratones humanizados [sic]. La buena noticia es que, una vez que han conseguido ser partícipes de la investigación, han salido indemnes el 100% de los 22 ratones vacunados.

Superada la prueba ratonera, la segunda fase de la vacuna -y en esta es seguro que la sensibilidad animalista se pone más en guardia- también se han topado con un nuevo obstáculo: tampoco hay monos para probar la vacuna antes de pasar a la fase de inocularla experimentalmente a humanos. Por razones sobre las que prefiero no especular, los únicos disponibles están en Países Bajos, a un módico precio que oscila entre medio millón y un millón de euros la docena de monos de laboratorio [sic]. 

Según se indica en el reportaje periodístico antes mencionado, el 16 de marzo de 2020, apenas dos meses después de que el virólogo chino subiera a internet la secuencia genética del coronavirus causante de la pandemia, la empresa estadounidense Moderna inyectaba su vacuna al primer voluntario humano. Mientras tanto, los investigadores españoles siguen a la búsqueda de ratones y monos. Y de euros, por supuesto. ¿A que da bastante vergüenza?

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