Negro sobre blanco  /  Reflexiones de un estudiante de “letras”

Enseñanza concertada vs subvencionadajulio 2016

¿Es posible defender sin cortapisas la calidad y la gratuidad de la enseñanza pública y, al mismo tiempo, aceptar las bondades de una forma justa y transparente de ejercer la libertad de promover centros de enseñanza? Probablemente, ni escribiendo un tratado de dimensiones bíblicas sería posible hacer una reflexión exhaustiva sobre esta y otras encrucijadas que tienen los sistemas educativos de las naciones y autonomías del Estado español.

Pero hay un asunto que, a mi entender, es especialmente sangrante: el dinero público que, con la excusa de una tergiversada libertad de enseñanza, se destina a centros educativos concertados que llevan a cabo descarados juegos de trile para encubrir proyectos educativos poco o nada igualitarios. Y, mientras, se van contando milongas para negar o justificar la creciente depauperación de muchos centros de las redes públicas.


En teoría, no hay nada tan relevante para promover la movilidad social ascendente (es decir, para poder alcanzar una posición socioeconómica superior a la que se tenía al nacer) como la igualdad de oportunidades para lograr el máximo nivel educativo que una persona pueda alcanzar mediante su capacidad y su esfuerzo. Y es la existencia de un alto grado de consenso sobre este asunto lo que avala que casi nadie ponga en tela de juicio que, para que una sociedad pueda ser considerada realmente democrática y, por tanto, igualitaria, debe posibilitar que cualquier ciudadano o ciudadana con capacidad y aprovechamiento suficiente pueda estudiar gratuitamente en cualquier nivel educativo. También en teoría, este imperativo queda resuelto mediante la organización de una red de centros públicos de enseñanza con un nivel de calidad alto y que, además, promuevan la excelencia.

No obstante, dado que otro pilar fundamental sobre el que se fundamenta una sociedad democrática es la libertad, hay también una parte numéricamente importante de la sociedad que reclama el derecho de los grupos sociales a promover centros de enseñanza en los que los contenidos educativos estén orientados por diferentes escalas de valores. Al margen de viejas polémicas sobre si es posible o no una educación aséptica y no impregnada de una u otra ideología o sobre si es posible una educación en valores que no esté impregnada de ideología, en países de reconocida tradición democrática el asunto se ha venido resolviendo mediante un pacto social sobre la enseñanza que conlleva la existencia de centros de enseñanza concertados que complementan la red pública.

Desde este punto de vista, los centros concertados deben ser proyectos educativos promovidos por grupos sociales que aspiran a que la educación que se imparta en ellos se sustente en determinadas formas de entender el devenir del mundo y de la vida en sociedad y, en su caso, en el empleo de determinada estrategia o modelo educativo más o menos novedoso. Obviamente, estos proyectos deben respetar los valores comunes que la sociedad se ha dado a sí misma a través de las leyes (educativas u otras) y, por tanto, no deberían ser sino formas diversas, ideológicamente plurales, de garantizar la igualdad de oportunidades.

Y sólo entendidos de esta forma tiene lógica que, al tiempo que se les exige la misma vocación de servicio público abierto al conjunto de la sociedad y los mismos estándares de calidad y gratuidad que a los centros públicos, a esos centros educativos concertados se les proporcione una financiación pública similar a la que reciben dichos centros públicos.

Esta concepción de la enseñanza concertada, aceptada racionalmente por personas de ideologías diversas (incluso por muchos de quienes defendemos la irrenunciable necesidad de que exista una enseñanza pública y gratuita de calidad que aspire a garantizar una igualdad de oportunidades real), es la que está en el origen de la aceptación democrática de su coexistencia con la enseñanza pública. Y, así mismo, es esta concepción de la enseñanza concertada la que, desde que se implantara en el Estado español un sistema de gobernanza regido por principios democráticos, ha avalado la aprobación de las disposiciones legales que regulan el reconocimiento y las fórmulas de financiación de los centros concertados.

Sin embargo, es público y notorio que una parte importante de los centros educativos concertados no cumplen las condiciones que han llevado a una mayoría social a la aceptación democrática de su razón de ser. La prueba empírica más habitual y elocuente de ello es la existencia en dichos centros concertados de aportaciones económicas suplementarias por parte del alumnado, que suelen ser enmascaradas bajo fórmulas tan alegales como éticamente ilícitas. Esta realidad no sólo contraviene el principio democrático fundamental de que la enseñanza concertada también debe estar orientada a la igualdad de oportunidades y, por tanto, debe ser realmente gratuita, sino que pone en entredicho la credibilidad de que su principal razón de ser sea la defensa de una determinada escala de valores a la hora de trasmitir principios educativos.

No es cuestión de hacer juicios de valor sobre los intereses últimos de quienes promueven la enseñanza concertada, pero sus argumentos suelen parecerse demasiado a los esgrimidos por quienes defienden la legitimidad de la existencia de la enseñanza privada pura y dura, sólo que muchos de los promotores de la enseñanza concertada aspiran, además, a que sus centros seas financiados en buena parte por los presupuestos públicos. Y, en estos casos, sería más correcto hablar de enseñanza subvencionada que de enseñanza concertada.

Además de propugnar una educación sustentada en cierta escala de valores o impartida según determinado modelo educativo, tanto quienes defienden la enseñanza privada sin subvenciones públicas como quienes promueven la enseñanza subvencionada (que en teoría es concertada pero que no se sostiene sin cuotas suplementarias) plantean como argumento clave para defender sus proyectos educativos el derecho de padres y madres a educar a sus hijas e hijos con el mayor nivel de calidad que les permitan sus posibilidades económicas. Y cuando en una sociedad se plantea el asunto de la enseñanza en términos de que quienes tienen más dinero están en su legítimo derecho a que sus hijos e hijas reciban una educación mejor que quienes no lo tienen, el meollo del debate sobre cómo organizar y financiar la enseñanza deja de ser la igualdad de oportunidades y la libertad de enseñanza compatible con esa igualdad.

Por lo general, la enseñanza privada sin subvenciones públicas es, sobre todo, una alternativa que se circunscribe a las aspiraciones de quienes tienen un elevado estatus socioeconómico (obviamente vinculado al sacrosanto derecho a la propiedad privada, cualquiera que sea su origen último o su cuantía) por transmitir ese estatus a sus vástagos y por adornarlo, además, con los títulos académicos más floridos. En cualquier caso, en las naciones y autonomías del Estado español, la enseñanza privada sin subvenciones públicas es minoritaria y exclusiva de élites económicas (probablemente su exponente más controvertido es el de las universidades privadas).

Por su parte, quienes promueven la enseñanza subvencionada reivindican que buena parte del coste de educar a sus hijos e hijas sea subvencionado por el presupuesto público y que el plus de calidad que ofrecen sea sufragado por las cuotas suplementarias. Cuotas que los padres y las madres pagan con gusto, incluso si suponen un gran esfuerzo para el presupuesto familiar, pensando sólo en ofrecer a sus hijos e hijas una educación de mejor calidad y, a menudo, sin reparar demasiado en la escala de valores que supuestamente está en la razón de ser del centro subvencionado. Aunque tampoco hay que descartar que en el origen de la opción de esos padres y madres esté la percepción (muchas veces sustentada en la cruda realidad) de que, efectivamente, la enseñanza pública que se les ofrece como alternativa no tiene el suficiente nivel de calidad. 

Sin embargo, quienes dicen no estar a favor de la enseñanza privada que discrimina a quienes no tienen el nivel de renta suficiente pero que, al mismo tiempo, promueven centros subvencionados y, así mismo, quienes desde los poderes públicos miran hacia otro lado y permiten esa práctica tramposa no demuestran estar, sin ambages, a favor de la enseñanza gratuita, que es la única alternativa que, al menos en teoría, aspira a conseguir la igualdad de oportunidades.

Porque si realmente se está a favor de la igualdad de oportunidades en la enseñanza, la única forma posible de conseguirlo es, por un lado, hacer que la calidad de la enseñanza pública deje sin argumentos a quienes promueven alternativas de enseñanza subvencionada ante los padres y madres de buena voluntad y, por otro lado, adecuar la normativa para que sólo tenga acceso a la financiación pública la enseñanza concertada auténtica, realmente gratuita y con vocación igualitaria, sin trampas ni subterfugios.

Y si el concepto de libertad en el que se sustenta la enseñanza privada tiene suficiente consenso social o está avalada por el suficiente poderío económico -que por ahí van los tiros- como para que haya que resignarse a aceptar la desigualdad social que conlleva, que quienes deseen llevar a sus hijos e hijas a esos centros -y tengan el dinero suficiente- lo hagan, pero que se paguen íntegramente los costes. Sin subvenciones.

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