Negro sobre blanco  /  Reflexiones de un estudiante de “letras”

La cuestión social y la cuestión religiosanoviembre 2017

La falta de consistencia de la organización territorial propiciada por la Constitución de 1978 para promover la convivencia entre los pueblos y las naciones que han venido formando parte del Estado español ha quedado en evidencia tras la proclamación de la República de Catalunya (el grado de oportunidad de esta decisión política sólo podrá ser calibrado desde una perspectiva histórica) y la aplicación sui géneris del artículo 155 del citado texto constitucional.

Como han recordado algunos analistas políticos, a la luz de las actas del debate que sobre el citado artículo 155 se produjo en el seno de la ponencia constitucional, hay un gran trecho entre el espíritu de los legisladores y la forma en que ha sido interpretado por el actual Gobierno de España (que ha decidido seguir la linde marcada por las tesis de Manuel Fraga, que fueron rechazadas en su momento). Es precisamente esta sesgada aplicación de la Constitución y la poco matizada interpretación de la Ley que en el asunto catalán viene haciendo la administración de Justicia (instigada por una Fiscalía General del Estado en pleno ejercicio del hooliganismo ultra más recalcitrante) las que están poniendo en evidencia la falta de adecuación a los nuevos tiempos de la organización política del Estado surgida en 1978.

Salvo que las fuerzas reaccionarias en auge en el Estado español lo eviten, parece inaplazable una revisión en profundidad de las respuestas dadas en la transición a la cuestión territorial (es perentoria la crisis del modelo de Estado) y a la cuestión política (el déficit democrático del Estado español es más que evidente). No obstante, en este momento en el que parece inaplazable la revisión de viejas cuestiones que han dividido secularmente a la sociedad española, convendría no olvidar algunas otras que, quizás con excesivo optimismo, han sido dadas por bien resueltas.


Tras la pérdida de buena parte del tirón que tuvieron las ideas socialistas más o menos radicales en los siglos pasados, no parece que nadie pretenda resolver definitivamente la cuestión social, ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. Al parecer, la vieja formulación marxista de que la economía capitalista se sustenta en la explotación del hombre por el hombre ha sido aceptada como un mal menor e irresoluble por la mayoría social en aras a garantizar cuotas de progreso y libertad que, en muchas ocasiones, son más estadísticas y nominales que reales para buena parte de los sectores más desprotegidos de la sociedad.

En España, la aspiración de resolver la enconada cuestión social, que alcanzó graves niveles de enfrentamiento en los años de la II República, no ha ido más allá de conseguir su institucionalización, eufemismo con el que se encubre el sistemático proceso de debilitamiento y domesticación con que el poder económico y sus adláteres políticos del postfranquismo han logrado someter a una parte significativa del sindicalismo (en concreto, a CCOO y UGT). El propósito era y es evidente: descuartizar a la clase trabajadora (entendida en sentido amplio) y de esa forma salvaguardar sus objetivos de enriquecimiento ilimitado.

A la vista de las vergüenzas sociales que han puesto en evidencia las falsas promesas de solución inventadas al hilo de la crisis económica 2008-2013, los analistas que consideran que con el pretendido proceso de institucionalización ha quedado solucionada buena parte de la secular cuestión social deberían hacérselo mirar.

Otro inveterado problema de la sociedad española que ha sido considerado resuelto es la cuestión religiosa, que también levantaba grandes ampollas antes de la Guerra Civil (que no por casualidad fue bautizada como cruzada (sic) por las autoridades católicas de la época). A decir verdad, quienes conocimos de primera mano el intento de lavado de cerebro propugnado y tratado de llevar a cabo sistemáticamente por el nacional-catolicismo y no hemos acabado quemando iglesias debemos reconocer que algo se ha avanzado en la materia.

Sin embargo, los rescoldos del conflicto siguen y seguirán vigentes (y, por tanto, con riesgo de avivarse) mientras sea evidente que una cantidad notable de militantes de diferentes confesiones religiosas -no sólo de la católica- tienen una declarada vocación integrista. Es decir, mientras una parte relativamente significativa de la ciudadanía aspire a que la sociedad en su conjunto se rija por dogmas y criterios contenidos en textos supuestamente revelados, que suelen ser interpretados, además, por predicadores pertrechados con importantes dosis de fanatismo.

Como ya quedó dicho en Las motivaciones de las personas, hay que tener prevención con las personas cuyas motivaciones principales para actuar o dejar de hacerlo son sus creencias religiosas. Afirmación que no es sino una generalización de las palabras que el escritor Javier Cercas pone en boca de uno de sus personajes en Las leyes de la frontera (MONDADORI, Barcelona 2012): “Yo acababa de conocerlo, y al principio me había parecido una buena persona; por desgracia no era solo eso: también era un católico de misa diaria, un hombre lleno de buenas intenciones y un creyente en la bondad natural del ser humano. En definitiva, un sujeto peligroso”.

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