Negro sobre blanco  /  Reflexiones de un estudiante de “letras”

La cuestión territorial, un asunto pendienteseptiembre 2017

Los manuales de Ciencia Política y Sociología suelen coincidir en señalar que, en el momento de producirse el proceso de cambio conocido como transición, estaban pendientes de resolver, además del político, tres grandes conflictos: el social, el religioso y el territorial. Como no podía ser de otra forma, un instrumento clave en el intento de dar solución a estos asuntos ha sido la Constitución de 1978 y el abanico de novedades normativas y reformas estructurales a que ha dado lugar.

Entre quienes han analizado la evolución de la sociedad española en los últimos cuarenta años hay un importante grado de consenso en señalar un cierto éxito en la resolución de las cuestiones social y religiosa, al tiempo que se reconoce el fracaso en lo que respecta al problema territorial. Un indiscutible ejemplo de ello es el grave conflicto existente en Catalunya (por el momento, entre el Concierto Económico, las invocaciones a la sempiterna foralidad y la coincidencia en las estrategias neoliberales de los poderes políticos y económicos españoles y vascos, el País Vasco no ha entrado en la melé).

El proyecto de celebración del referéndum de autodeterminación de Catalunya del día 1 de octubre de 2017 ya se ha convertido en un hito histórico en el devenir del viejo conflicto territorial instaurado al son de la articulación borbónica del Estado español. A decir verdad, tal y como se están sucediendo los acontecimientos en las semanas previas a la fecha fijada para el referéndum, es difícil coger distancia tanto para analizar con una mínima dosis de objetividad la situación como para arriesgarse a vaticinar por dónde puede ir el futuro.

No obstante, suceda lo que suceda en Catalunya en el corto plazo, de lo que no cabe ninguna duda es de que la nueva dimensión que el conflicto territorial ha adquirido con el desarrollo de la Constitución de 1978 no se va a resolver sin una revisión en profundidad del texto constitucional y de los entramados político-administrativos que ha propiciado durante sus casi cuarenta años de vigencia.


Al margen de chovinistas recalcitrantes que consideran que el modelo autonómico actual es el non plus ultra de la organización política de un Estado moderno, hay consenso casi unánime en señalar que la estructura territorial que ha propiciado el articulado y, sobre todo, el desarrollo del Título VIII de la Constitución de 1978 no ha resuelto en el Estado español la secular cuestión territorial. Es más, la forma en la que se ha construido el denominado Estado de las Autonomías es un ejemplo perentorio de que el remedio puede acabar siendo peor que la enfermedad.

En efecto, en 1975, a la muerte de Franco, el problema territorial tenía dos nombres propios: País Vasco y Cataluña; ahora, tras cuatro décadas de desarrollo del texto constitucional, la organización territorial del Estado español es un dislate de difícil reorientación. Dicho sea esto último sin perjuicio de afirmar con toda rotundidad que la estructura territorial del poder en la España franquista era un bodrio que pedía a gritos una revolución descentralizadora. Además, cada grupo humano que comparte territorio, clima, economía, tradiciones, costumbres... tiene su propia historia y, por supuesto, su corazoncito colectivo; por tanto, hay que reconocerle su legítimo derecho a reivindicar su carácter de nación, nacionalidad, región o lo que mejor le encaje (aunque siempre es aconsejable que se haga evitando envidias cainitas).

El Estado español presenta síntomas de implosión por el lado catalán y, a nada que el nacionalismo español más rancio persista en su proceso de radicalización -que se va haciendo cada vez más evidente por mor del referéndum catalán-, puede propiciarse una reactivación del siempre latente problema vasco. Así las cosas, cualquier intento racional de encarar la cuestión territorial pasa, sin duda, por un nuevo modelo de organización del Estado, radicalmente diferente del amortizado Estado- nación sustentado en una visión supremacista de la nación española.

La dificultad radica, en gran medida, en los nombres propios del problema: antes de 1978 había sólo dos realidades declaradas -la catalana y la vasca-, que reivindicaban de forma inequívoca todo el poder político posible (aunque los catalanes se acobardaran y no quisieran arriesgarse a implantar un concierto económico similar al vasco); ahora hay otras quince Comunidades Autónomas que disponen de relevantes instrumentos políticos, que no van a renunciar de manera gratuita al arraigado café para todos.

Además, hay que tener en cuenta que, desde su posición de firmes defensores de la supremacía de la nación española, el discurso de muchos líderes políticos autonómicos se ha sustentado, durante décadas, más que en la legítima aspiración a mayores cotas de autonomía para su territorio, en reclamar que el grado de autogobierno vasco y/o catalán no fuera superior al de su comunidad. Y me temo que por ese camino el problema tiene difícil arreglo.

Es evidente que la vieja cuestión territorial no va a encontrar solución en el marco de la Constitución de 1978. En cualquier caso, a la vista del cariz que ha tomando el asunto catalán, incluso si fuerzas políticas mayoritarias en el Estado propician la redacción de una nueva Constitución, será difícil que Catalunya se conforme sólo con su reconocimiento como nación. Lo previsible es que reivindique estatus de Estado. Y para que esto fuera posible sin romper definitivamente la baraja (obviamente, todo va a depender de la correlación de fuerzas que resulte del actual procés), la única alternativa teórica factible es un nuevo Estado Confederal que sustituya al viejo Estado-nación español.

En ese escenario -que es del todo improbable que sea aceptado por los defensores a ultranza de la supremacía de la nación española y de su exclusivo derecho a constituirse como Estado-, la nación vasca no se quedará atrás en la reivindicación de tener estatus de Estado, por mucho que se pretenda retorcer ilimitadamente la vieja estrategia de la foralidad.

Quizás el planteamiento de un Estado Confederal sea sólo política-ficción. Pero, a la vista de lo que puede suceder en Catalunya (y cualquier año de estos en el País Vasco), es conveniente prever soluciones imaginativas que permitan resolver la cuestión territorial por vías democráticas y pacíficas. No tan lejanos en el tiempo, hay suficientes malos ejemplos de constitución de nuevos estados en Europa por otras vías como para sentarse tranquilamente a esperar a que llegue alguna coyuntura en que soluciones no democráticas ni pacíficas acaben siendo o, al menos, pareciendo factibles.

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