Negro sobre blanco / Reflexiones de un estudiante de “letras”
¿Un parlamento debe parecerse a la sociedad que lo elige?mayo 2024
Un parlamento es una cámara o asamblea en la que reside el poder legislativo. En el caso del Estado español, hay parlamento estatal, parlamentos autonómicos, y también tienen tal consideración las Juntas Generales de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. Además de ser las instituciones en las que se aprueban las leyes, dado que sus miembros son elegidos/as directamente por la ciudadanía, son las que representan de manera más genuina a la sociedad.
Quienes se ganan la vida opinando sobre política en los medios de comunicación suelen proclamar, con cierta frecuencia, que los parlamentos son el reflejo de la sociedad. Pero, a menudo, lo dicen solo para justificar la falta de nivel de la vida parlamentaria. Acostumbran a añadir, además, que ese parecido es una consecuencia lógica y deseable de los mecanismos de la democracia representativa. Una afirmación radicalmente falsa.
Si fuera democráticamente estupendo que un parlamento se conformara como la reproducción más fidedigna posible de las opciones políticas de la sociedad, sería obligado cambiar las leyes que regulan los procesos electorales. En primer lugar, habría que eliminar de ellas los porcentajes mínimos necesarios para que una lista electoral alcance representación parlamentaria. También habría que aplicar la proporcionalidad pura como fórmula para adjudicar los escaños, sin utilizar sistemas de cálculo, como el de D´Hont, que adulteran esa proporcionalidad. Y, hecho lo anterior, todavía quedaría por discutir cómo deben establecerse las circunscripciones electorales, porque es una evidencia que en unas hacen falta menos votos para obtener escaños que en otras.
Quien conozca los citados mecanismos electorales estará pensando, con razón, que esto de que las leyes electorales condicionen la representación de las sociedades en los parlamentos ocurre desde la noche de los tiempos democráticos. Y que, como todo el mundo sabe, las leyes electorales favorecen siempre a quienes ganan las elecciones o, a lo sumo, a quienes pretenden ser alternativa para ganarlas. Además, con esos subterfugios pseudodemocráticos de las leyes electorales, se elimina a la mayor parte de los grupúsculos minoritarios, sin los cuales es más fácil alcanzar mayorías y lograr que un parlamento no se convierta en un sindiós.
Una vez aclarado que los parlamentos no se eligen con una reglas que favorecen que se parezcan lo más posible a las sociedades que los eligen, la cuestión es si es o no posible evitar la mediocridad que los invade. La cosa no es sencilla. Porque las listas electorales las hacen los partido políticos, y a eso no hay alternativa democrática posible (si alguien tiene dudas al respecto, que mire a ver cuántos personas llegan a los parlamentos en las denominadas democracias populares -por ejemplo, en China- que no sean miembros del partido que gobierna). Y en los partidos están quienes están y confeccionan las listas electorales como las confeccionan (un amigo mío dice que en los que más presumen de hacerlo desde abajo y de forma asamblearia acaban integrando las listas quienes mejores chistes cuentan).
En esta tesitura, conviene recordar lo que Winston Churchill (1874-1965) dijo en 1947, en un discurso ante la Cámara de los Comunes británica: “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, a excepción de todos los demás”. Con esta certeza, lo que nada impide es que quienes votamos exijamos que, sea cual sea la ley electoral y sean quienes sean quienes mandan en los partidos, el resultado final de la democracia sea la elección de los y las mejores. Por que, de otra forma, la democracia estará condenada a fracasar como sistema de organización política de las sociedades.
Dicho de otra forma, si no queremos que la democracia acabe siendo un intento efímero en la historia de la humanidad, tendremos que dotarnos de mecanismos para que el resultado final de los procesos electorales sea una aristocracia, entendida en su significado originario: el ejercicio del poder político por los y las mejores o, siguiendo con la terminología clásica, por las personas más virtuosas.