¡Oh deporte! / Pensando el deporte
El dopaje y la hipocresía1998
enero 2018
El texto fue escrito y publicado en prensa en 1998. Es el año del denominado caso Festina: tras la detención por la policía de un masajista del equipo ciclista Festina con diversos productos dopantes (entre ellos, la entonces indetectable EPO), el citado equipo fue expulsado del Tour de France.
Por el gran impacto que tuvo, el caso Festina puede considerarse un punto de inflexión en el tratamiento de la lucha contra el dopaje entre los deportistas de alto rendimiento. Lo que no ha variado demasiado en estos años es la hipocresía de la sociedad ante el deporte y los deportistas.
Aquí casi todo el mundo va a tope. Y para ir a tope se las arregla como puede. Hay quien se forra a cafés; abundan los que atufan con el humo de sus cigarros; y, por supuesto, los hay que necesitan algo más fuerte. ¿Se imaginan el resultado de un control antidopaje a la entrada de un consejo de administración plagado de ejecutivos agresivos? ¿O a la salida de un acontecimiento social plagado de profesionales del glamour? ¿Intuyen el arsenal farmacológico de algunos políticos en el máximo fragor de una campaña electoral? ¿Nunca se han encontrado en su vida con una respetabilísima señora que para ponerse en marcha se toma unos optalidones? Aquí casi todo el mundo va a tope. Y si doparse es emplear sustancias para conseguir, en un momento concreto, un mayor rendimiento físico, aquí se dopa mucha gente. Y nadie está dispuesto a que se ande fisgando por su vida y sus costumbres, y mucho menos a que se ponga en duda su honorabilidad.
Para los deportistas de élite, los grandes ídolos, los superhombres, las reglas del juego son diferentes. Para ellos, como en los mejores linajes aristocráticos, la pureza de sangre -y de orina- es obligada. Y si no cumplen con el requisito serán tachados de tramposos, de falsos, de degenerados y hasta de delincuentes. Y deberán demostrar continuamente que son inocentes, porque en su caso la inocencia no se presupone. Y pueden ser juzgados y condenados por los poderes fácticos de la sociedad. Por esos mismos poderes que permiten que organizadores, patrocinadores, representantes, entrenadores, preparadores o simples aficionados demanden rendimientos deportivos contra natura. Si hipocresía es fingir cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan, esta sociedad es particularmente hipócrita con los deportistas de élite.
¿Se imaginan que el positivo en unos inimaginables controles antidopaje impidieran a muchos honorables ciudadanos seguir ejerciendo su actividad cotidiana o profesional durante un cierto tiempo? Con los deportistas de élite está permitido esto y más. No importa que se sepa que el actual gran montaje del deporte espectáculo obliga a muchos deportistas profesionales a caminar continuamente sobre la cuerda floja de tener que rendir siempre al máximo nivel. Y para rendir al máximo nivel o para recuperarse rápidamente de una enfermedad y seguir compitiendo o para, incluso, competir lesionado, la batería de sustancias a introducir en el cuerpo es tan extensa como peligrosa para la salud.
No pueden exigirse récords y proezas deportivas que exigen un desgaste físico inhumano; no pueden programarse pruebas y competiciones que casi ningún organismo resiste en condiciones normales; no puede pedirse que los ídolos nunca fracasen. No puede pedirse todo esto y, además, pre- tender que los destinatarios de estas demandas sean el ejemplo de todas las virtudes, el espejo en el que se miren nuestros jóvenes. Lo contrario es apostar por la hipocresía.
E hipocresía es pretender ignorar que hace tiempo que alrededor de ciertas prácticas deportivas se cierne el gran nubarrón del dopaje. Es demasiado viejo y conocido el juego del gato -los controles antidopaje- y el ratón -la forma de sortearlos- al que se juega en ciertos deportes para que ahora nos rasguemos las vestiduras porque unos ciclistas (o tenistas, o atletas, o baloncestistas, o levantadores de piedra, o...) tomen lo que no deben.
No hay que escandalizarse. En todo caso, hay que seguir insistiendo en que la salud de los deportistas debe estar sobre todas las cosas. Y también en que el juego limpio es imprescindible en la sociedad, no sólo en el deporte. Y para ello habrá que seguir investigando para detectar las nuevas sustancias dopantes, desgraciadamente, de forma paralela a los que las descubren. Y habrá que seguir normando, realizando controles y penalizando a los que se pasen de la raya. Ni más ni menos. Hay unas reglas del juego marcadas por las normativas civiles o deportivas que tienen que cumplirse. Y al que no las cumpla se le sanciona y punto. No convirtamos a los deportistas profesionales en el chivo expiatorio de las deficiencias éticas de nuestra sociedad.
Que nadie entienda mal. No debería existir un deporte, ni de élite ni de ningún otro nivel, que empujara a los deportistas a prácticas tan aberrantes como el dopaje. Como no debería haber realidades sociales que empujaran a otros ciudadanos honorables a ingerir sustancias para seguir funcionando. La cuestión es si verdaderamente se es honorable o se practica, con más o menos sutileza, el refinado vicio de la hipocresía.