Negro sobre blanco  /  Reflexiones de un estudiante de “letras”

Concierto económico para todasseptiembre 2017

José Miguel Unanue Letamendi (JMUL), en su obra “Euskal Herria. Una mirada desde la historiografía. Raíces y evolución de su identidad política” (PAMIELA, 2014), entre las conclusiones que extrae del devenir del pueblo vasco a través de la Historia, cita “El regreso de la vieja foralidad”. En su reflexión reconoce que “para mi generación, la del 68, el régimen foral ha sido un gran desconocido… eso de los Fueros, por tratarse de una figura o institución de un tiempo pasado que creíamos totalmente superado, o lo ignorábamos o lo considerábamos de manera despectiva”. La única apostilla que cabe hacer a la afirmación de JMUL es que la lejanía de lo foral no ha sido algo privativo de su generación, sino que la mayoría de las y los integrantes de las siguientes generaciones hemos exclamado ¡vade retro! ante la posibilidad de tener que apelar a los Fueros para defender nuestras posiciones políticas.

Sin embargo, la vigencia de la foralidad fue renovada por la Constitución de 1978, cuya disposición adicional primera dice que “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”, y también por la Ley Orgánica del Estatuto de Gernika (1979), que subraya que su aprobación “no implica renuncia del Pueblo Vasco a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia”. No obstante, me atrevo a decir que, incluso entre quienes valoran positivamente este reconocimiento de la foralidad, la mayoría lo hacen desde la consideración de que se trata de un referente jurídico cosechado en los revueltos tiempos de la transición, cuya principal virtud es haber servido de soporte -y seguir haciéndolo- para la defensa del derecho inalienable del pueblo vasco al máximo nivel de autogobierno y, por supuesto, a decidir libremente su futuro político.

En cualquier caso, en Euskadi y Navarra, salvo exiguas minorías con poca o nula relevancia, la mayoría social y política considera parte sustancial e irrenunciable de su régimen de autogobierno el Concierto Económico vasco y el Convenio navarro. No suele ponerse en tela de juicio que esta fórmula de relación económica con el Estado esté enraizada en el foralismo; sin embargo, quien conoce la historia de Euskal Herria sabe que sería más correcto decir que tiene su origen, precisamente, en la abolición de los Fueros en 1876, impuesta manu militari por el propio Estado.

Al respecto de este asunto, llama la atención que las personas más reacias a admitir la realidad histórica e institucional del Concierto y el Convenio suelen coincidir, en gran medida, con aquellas que apelan a la historia y a respaldos legales similares (en particular, a la Constitución de 1978) para negar a las naciones del Estado español el derecho a decidir libre y pacíficamente su estatus político. Debe ser que consideran que hay “derechos históricos” de diferentes rangos y que por encima siempre están los que se corresponden con su propia identidad nacional y solo con ella.


Pedro Luís Uriarte Santamarina (PLUS) en su artículo “Cupo, mentiras... y citas de miedo” (EL DIARIO VASCO, 7-5-2017), recoge las siguientes afirmaciones: “Yo voté en contra del actual modelo que no me gusta y que tiene sus dificultades” (Mariano Rajoy, 2014); “Opaco, dificilísimo de entender, absurdo e injusto socialmente” (Cristóbal Montoro, 2013); “Es satánico y hay que reformarlo con urgencia” (Cristina Cifuentes, 2015); “Es una locura” (Luís Garicano, 2015); “Es opaco, arbitrario, injusto e ineficaz” (Inés Arrimadas, 2016); “Es el problema más grave que tiene España y un auténtico disparate” (José Manuel García-Margallo, 2017)”.

Como PLUS aclara seguidamente, estas opiniones, emitidas desde posiciones políticas e ideológicas poco sospechosas de defender a ultranza la singularidad vasca y navarra, no se refieren al Concierto Económico vasco o al Convenio navarro, sino que están dirigidas contra ¡el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas del denominado “régimen común”! Una valoración rotundamente negativa que contrasta con el innegable buen funcionamiento objetivo del modelo de concierto o convenio vigente en las dos comunidades “forales” (las críticas a este modelo suelen sustentarse en tópicos poco consistentes políticamente y, a menudo, están hechas desde el desconocimiento).

Al margen de las disquisiciones históricas sobre los orígenes del régimen foral y de reconocer que los indiscutibles soportes legales que actualmente tiene el modelo surgen en plena vorágine de pactos políticos de la transición (pactos que, por cierto, suelen ser muy alabados por quienes más arremeten contra el modelo “foral”), si la fórmula vigente en Euskadi y Navarra ha sido y sigue siendo eficaz y, además, ha servido para evitar conflictos de calado, no creo que nadie sensato deba ponerle pegas.

Y dado que funciona bien y que, al mismo tiempo, hay consenso en que el sistema de financiación de las CCAA de “régimen común” es un desastre, surge una pregunta inevitable: ¿por qué no implantar una fórmula de financiación similar al Concierto vasco y al Convenio navarro en todas las CCAA? Es decir, sin perjuicio de respetar el origen histórico del modelo “foral”, ¿por qué no utilizar las fórmulas de concertación fiscal y financiera que rigen en el Concierto y el Convenio para todas las CCAA?

No es cuestión de soslayar la complejidad técnica que hay detrás del Concierto vasco y el Convenio navarro ni los malabarismos políticos que los han hecho posibles, pero, puestos a empezar por algún sitio la reflexión sobre el malo malísimo sistema actual de financiación del resto de CCAA, no parece que a priori sea una idea descabellada.

Está sobre la mesa la posible articulación de un nuevo modelo para el Estado español, que deje atrás el tradicional Estado-nación (que, aunque al nacionalismo español le cueste reconocerlo, está sustentado en una nación-política bastante fallida) para convertirse en un Estado articulado sobre un conjunto de naciones, probablemente superpuestas a la propia nación española. Ante ese panorama, ¿no sería un buen punto de partida que la reflexión sobre el futuro modelo de financiación de las naciones y de las comunidades con vocación real de autonomía política partiera de la hipótesis de extender el sistema vigente en Euskadi y Navarra?

Habrá quien diga que el modelo “foral” sólo es posible en las naciones o regiones consideradas ricas y que implantarlo sólo haría más pobres al resto. Sin embargo, el modelo de autonomía fiscal y financiera no es muy distinto del que existe en los estados europeos respecto a la Unión Europea, donde es precisamente la UE la responsable de establecer una política presupuestaria en la que algunos estados son receptores netos de fondos europeos (como ha sido el caso de España hasta el brexit) y otros aportan más o incluso mucho más que lo que reciben.

Siguiendo esta lógica, en el caso español debería ser el Estado el que equilibre la situación. Al respecto, no conviene olvidar que, entre las partidas del presupuesto del Estado que las aportaciones vasca y navarra contribuyen a financiar está, precisamente, el Fondo de Compensación previsto en el artículo 158 de la Constitución para “corregir los desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad”, cuya cuantía es establecida unilateralmente por el Estado.

Por otro lado, no parece coherente que haya naciones, nacionalidades o regiones del Estado español que no asuman la responsabilidad de recaudar y administrar los impuestos (independientemente de que resulten aportadoras o receptoras netas de fondos del Estado, según el presupuesto que éste confeccione), en tanto que manifiestan una inequívoca vocación política de autogobernarse y han plasmado en sus correspondientes estatutos de autonomía la capacidad de tener, no sólo gobiernos que las administren, sino también parlamentos que hacen leyes y, en particular, aprueban regularmente normas presupuestarias. Porque en algún momento habrá que plantearse -parece que el adecuado es el nuevo proceso constituyente que está al caer-, que no se puede pretender tener autonomía para todo o casi todo (como, por ejemplo, hemos reivindicado la mayoría de los vascos), pero sin responsabilizarse directamente de recaudar los impuestos que la ciudadanía debe pagar y, por tanto, perseguir la economía sumergida y el fraude fiscal.

En cualquier caso, conviene tener en cuenta que la alternativa de extender el modelo vasco y navarro al resto de la CCAA no es algo nuevo. En efecto, como señala PLUS en sus textos sobre el Concierto Económico Vasco (www.elconciertoeconomico.com), la Generalitat rechazó en 1980 el ofrecimiento del Gobierno del Estado para establecer una fórmula similar en Catalunya y, en el año 2000, en respuesta a la pregunta formulada al respecto por la revista Papeles de Economía Española (n.º 83), todas las CCAA de “régimen común” se posicionaron en contra de implantar el modelo en su comunidad. 

No cabe duda de que el reto debería ser cómo mejorar la financiación autonómica y, al mismo tiempo, profundizar en un eje básico del autogobierno de las naciones, nacionalidades y regiones del nuevo Estado español que se vislumbra. Sin embargo, con los citados antecedentes y con la polémica política y, sobre todo, mediática que cada cierto tiempo surge sobre el modelo vasco y navarro, lo que por el momento prima es dar rienda suelta al proverbial cainismo secularmente vigente en la piel de toro.

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