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Con el paso del tiempoagosto 2018

Memorias de un hijo póstumo

Gabriel García Márquez decía que toda persona tiene vida pública, vida privada y vida secreta. Es una buena forma de clasificar los aconteceres de una biografía, aunque las fronteras entre unas y otras vidas son difusas y, además, cambiantes con el tiempo. En estas cuatro historias hay recuerdos, interpretaciones, recreaciones y reflexiones que pertenecían a mi vida privada o, incluso, a la secreta. Ahora pasan a la esfera de lo público.

No ha sido una idea gestada y madurada en el tiempo. Las exigencias del guión de un curso sobre cómo escribir relatos me llevaron a escoger entre experiencias vitales que me habían dejado huella. Elegí el fallecimiento de mi aita Luís García Simón, hace 66 años. Y alrededor de este leitmotiv surgió, casi inevitablemente, esta tetralogía.


No recuerdo un momento concreto en el cual alguien me dijera que mi aita había muerto y, en particular, que su fallecimiento se había producido casi ocho meses antes de que yo naciera. En mis primeros años de vida, las circunstancias en las que había venido al mundo debían estar tan presentes en las personas que se acercaban a mí que me lo trasmitían con sus gestos o su forma de hablarme, aunque no lo verbalizaran de forma expresa. Hasta que no llegué a entender el alcance que tenía en mi vida la prematura muerte de mi progenitor -falleció a los 33 años-, percibía mi singular condición de hijo sin padre como algo biológico y, por tanto, inevitable.

Durante mi primera infancia, las alusiones a su muerte eran notorias y frecuentes. No era raro que a las hermanas de mi aita se les escapase algún sollozo al verme y darme un beso; y no había encuentro callejero en que la interlocutora (siempre era una mujer) no me mirara con cara de conmiseración e hiciera la pregunta retórica de turno: ¿es el hijo pequeño de...? En aquellos años, no fue tanto el día a día -no tenía referencias para hacer comparaciones entre tener aita y no tenerlo- sino esa reiteración de alusiones a su figura lo que me hizo cotidianamente presente su ausencia.

Era bien recibido en casas de familiares y vecinos, donde era tratado con cariño y, en ocasiones, con cierto mimo. Pero la condición de hijo póstumo que permanentemente me era recordada hizo que creyera que, dentro del núcleo familiar (el que formaba con mi ama, mi hermana y mi hermano), era yo quien más había sufrido las consecuencias del fallecimiento del aita. Al fin y al cabo -pensaba- el resto lo habían conocido y habían podido disfrutar de su presencia durante muchos años (esa era la percepción de la duración del tiempo que tenía entonces). Me llevó décadas entender que eran los demás quienes habían sufrido un mayor impacto en su vida por la desaparición de su marido y su aita.

Quedarse viuda a los 32 años, con dos criaturas y otra por llegar, sin más recursos económicos que los que podía obtener cosiendo muchas horas cada día, fue una situación terrible para la ama. Y que, de un día para otro, desapareciera de sus vidas su aita fue, sin lugar a dudas, un trauma de calado para una niña de ocho años y un niño de cinco. Hay un detalle que me ayudó a entender la dificultad de aquella niña y aquel niño para digerir, incluso con el tiempo, la muerte prematura de nuestro aita: aunque en alguna ocasión, casi de pasada, han manifestado recordar momentos vividos junto a él, nunca les he oído explicar detalles de esos recuerdos ni verbalizar los sentimientos que les produjo su repentina desaparición o los que experimentaron en el difícil tiempo que les sobrevino tras su muerte.

Al dejar atrás los años de la inconsciencia infantil, en cuanto mi capacidad de relacionar información y racionalizar situaciones empezó a funcionar, capté que, además de los aspectos emocionales, en aquellos años 50 y 60 del siglo XX, la ausencia del pater familias era una dificultad social y económica casi insalvable para una familia de clase obrera. Pudimos afrontarlo porque la ama era una mujer con instinto de supervivencia, muy trabajadora y con vocación de ser moderna. Y, también, todo hay que decirlo, porque tuvimos el apoyo de sendas tías materna y paterna (mis segundas madres). No tenían hijos biológicos y, además, disfrutaban de una situación económica desahogada, al menos comparada con la nuestra (llegado a la adolescencia, aunque se casó muy joven y tenía su propia familia -o precisamente por ello-, fue mi hermana la que se convirtió en mi cuarta madre).

Con todo, el principal déficit percibido en aquel tiempo fue la falta de cierta forma de protección, casi física, que cuando uno es un niño sólo puede ofrecer la figura del padre. Al respecto, hay que recordar que la sociedad de aquellos años, profundamente patriarcal y machista, no era nada proclive a reconocer derechos y protagonismo a las mujeres independientes. Ni siquiera cuando se convertían en cabezas de familia.

Ahora que el feminismo y el papel de las mujeres están en auge en nuestra sociedad, un dato reseñable de mi infancia y primera juventud es el haberme criado rodeado de mujeres de mucho carácter y con arrestos para enfrentarse a las dificultades de la vida. He tenido la ventaja de no tener que buscar referentes más allá de mis abuelas, mi ama, esas tías a las que llamo mis segundas madres o mi propia hermana. A veces, en broma y con cariño pero sin alejarme de la realidad, suelo decir que, si hubieran nacido varones, habrían sido sargentos de caballería. Quizás el hecho de que ellas fueran las que llevaran el bastón de mando en sus respectivos hogares haya hecho menos factible (y probablemente menos necesario) buscar en sus consortes figuras paternas: ¡ellas se bastaban para ejercer de madres, de padres o de lo que hiciera falta!

Una de las consecuencias de que mi aita muriera antes de que yo naciera - y, además, en plena juventud- ha sido que nunca nadie me haya hablado críticamente de él ni haya mencionado defecto alguno. Siempre me han trasmitido que había sido un hombre alto, guapo, simpático, trabajador y amante de su familia (y además, rubio y con ojos azules: ¡no se puede pedir más!). La única excepción es el comentario que alguna vez ha hecho la ama en referencia a que tenía “un genio de abrigo”. Pero, más que como crítica hacia su difunto marido, siempre he entendido que lo decía para dejar constancia de su opinión sobre el origen paterno de mi propio carácter.

En todo caso, como a pesar de su supuesto genio nunca llegó a echarme una bronca ni a prohibirme nada, la relación con mi aita, aunque imaginaria, siempre ha sido cordial y, obviamente, sin un mal momento. Además, como no llegué a verle actuar ni a escucharle, su forma de comportarse y su modo de pensar o de hablar (tanto los que tuvo en vida como los imaginados en mis diálogos interiores), han estado siempre revestidos por las mejores cualidades que un hijo puede esperar. El resultado es que, dentro de la nada deseable situación que para cualquiera es nacer después de la muerte de su padre, en mi fuero interno me siento orgulloso de proclamar que he tenido un aita cuasiperfecto (algo que muchas personas nunca dirían de su progenitor).

Además, durante toda mi vida me han recordado cuánto me parezco a él (excepto en lo de guapo: mi ama decía muchas veces que nos parecíamos mucho, pero que él era más guapo). Todavía recuerdo la ilusión que me hizo cuando, una vez que fui a visitarla, la hermana pequeña de la ama me dijo que le había dado un vuelco el corazón al abrirme la puerta, porque le había parecido que quien tenía delante era mi aita. En otra ocasión, una tía paterna, tras ver una foto mía, fue a buscar una vieja foto de su hermano para subrayar el parecido. También mi ama me dijo más de una vez que parecía mentira que no hubiera conocido a mi aita, porque mi forma de caminar, de moverme o de gesticular con la cara y las manos era similar a la suya. Pequeñas cosas que nunca llegan a compensar la pérdida, pero que resultan gratificantes.

Una consecuencia perversa de esta idealización de la figura paterna es que la ama, a pesar de sus innegables virtudes, ha sido siempre la única candidata a tener defectos y a ser objeto de críticas por los inevitables déficits de los años de niñez y adolescencia. Otro corolario de la imaginada perfección paterna es que ningún personaje masculino de la familia ha logrado nunca convertirse en un referente alternativo. Lo anterior, sin perjuicio de poder afirmar, con toda rotundidad, que en la familia ha habido hombres buenos que han sido amables y cariñosos, que me han cuidado y ayudado mucho, y que me han transmitido buenos valores.

Ante este cúmulo de sentimientos y sensaciones, de presencias y ausencias, de figura paterna idealizada y realidades ineludibles, enmarcado todo ello en un tiempo difícil y en una sociedad a la que le costaba aceptar a las personas diferentes, sólo había una alternativa: había que madurar. Madurar rápidamente. Quizás demasiado pronto. Porque, cuando se está obligado a coger desde muy joven las riendas de la propia vida y a tomar decisiones, se corre el riesgo de madurar demasiado deprisa... y de hacerse viejo prematuramente. Con el paso del tiempo, cuando cada vivencia se reescribe y cada recuerdo se reinterpreta y se coloca en el sitio que se le quiere adjudicar, la alternativa es reaprender a ser joven: un buen reto para hacer frente al paso de los años.

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