Si han leído los textos de este blog en los que se reflexiona sobre algunas de las estupefacientes cosas que pasan en el fútbol y sobre la flagrante dejación de responsabilidades que mantienen al respecto las administraciones públicas, sabrán que, con pequeñas variaciones contextuales, vengo repitiendo los mismos argumentos. Pero, dado que, de nuevo, está de plena actualidad lo que ocurre en la Real Federación Española de Fútbol, toca superar el cansancio intelectual que genera la trayectoria de esta siniestra entidad, para volver a escribir sobre la más reciente comprobación de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. En este caso, la ciega recalcitrante es la administración pública del deporte, a la que la RFEF viene chuleando desde hace décadas. Un chuleo vergonzoso que no puede encubrirse con los logros deportivos, aunque estos sean los campeonatos que ganan las mujeres de la selección española de fútbol.
Sobre los escándalos que permanentemente rodean a la RFEF hay poco nuevo que decir. Además, gracias a la sensibilidad que el pensamiento feminista ha generado en la sociedad ante el proverbial machismo histórico de los rectores del fútbol, esos escándalos llevan un tiempo ocupando titulares en los medios de comunicación, más allá de los espacios dedicados específicamente al deporte. La cuestión, por tanto, no es denunciar lo que todo quisqui ya conoce, sino por qué no hacen lo que deben quienes no deberían permitirlo. O, cuando menos, dejar claro que la solución a la que se viene apelando, una y otra vez, no ha funcionado ni va a funcionar, como ya se anunciaba en Vieja y nueva RFEF, texto escrito en 2018.
La intentona de Pedro Rocha, el sucesor in pectore de Rubiales, certifica una vez más que la solución no es celebrar elecciones democráticas (sic) a la presidencia de la RFEF y a través de ese mecanismo elegir para el cargo a alguien supuestamente honesto. La evidencia de que esa no es la solución ha hecho que desde los medios de comunicación se insista ahora en que el problema de la RFEF es “estructural” y “sistémico”. Sin embargo, la clave del problema no radica solo en la forma en que se relacionan entre sí las diferentes partes del tinglado futbolero, inspirado en el más rancio corporativismo. En efecto, partiendo de la pregunta ¿para qué sirve la Real Federación Española de Fútbol?, se llega a la conclusión de que el problema de la RFEF es, sobre todo, “conceptual”. O, dicho de otra forma, en un fútbol en el que hace cuatro décadas que existe la Liga Nacional de Fútbol Profesional y en un Estado en el que el deporte es, básicamente, competencia de las comunidades autónomas, no tiene ningún sentido que siga existiendo una entidad como la actual RFEF.
En concreto, en el actual escenario deportivo e institucional, no tiene sentido que la RFEF siga siendo dueña y señora de las selecciones españolas (en particular de la masculina) y de competiciones como la Copa y la Supercopa (las del fútbol masculino). Y si no lo fuera, no sería una entidad con capacidad para hacer los negocios que hace y conseguir pingües beneficios económicos sin correr ningún riesgo, ya que para ello utiliza “activos deportivos” que pertenecen a los clubes y sociedades anónimas deportivas del fútbol profesional. Y si no hay negocio económico y quienes rigen la RFEF no puede repartir prebendas, es lógico suponer que no habría tanto mangarrán dispuesto a ser presidente y poder hacer caja, directamente con el fútbol controlado actualmente por la RFEF o con los negocios que se cuecen alrededor.
Pero si resulta que no hay manera de que la RFEF deje de ser lo que es, porque a donde están quienes en última instancia mandan en el fútbol no llega el poder del Estado, la cosa está realmente jodida. ¿Quiénes son los que mandan? Apunten hacia la UEFA y la FIFA, que, por cierto, son entidades que tienen su sede en Suiza, país que no es miembro de la Unión Europea ni tiene la menor intención de serlo. Y para entender los mecanismos con que ese poder exógeno conmina al Estado a no resolver de una vez por todas el problema de la RFEF basta un ejemplo que todo el mundo conoce.
En efecto, más allá del nuevo candidato o candidata que aparezca cuando definitivamente liquiden a Rocha, lo que ahora importa al Estado es que el Mundial de Fútbol de 2030 tenga entre sus sedes a las ciudades españolas. Y si para ello el Estado tiene que seguir haciendo componendas, eso es precisamente lo que hará. Y como siempre habrá eventos futboleros en el horizonte, la resolución del problema de fondo nunca se abordará. O igual lo que ocurre es que tenía razón quien afirmaba, con sorna, que el Estado español está vertebrado a través del fútbol y que, por tanto, para que todo siga igual, la RFEF no puede cambiar su formato. Y así por los siglos de los siglos.